Entrada de diario – 21 de agosto de 1883
El crujido de la puerta
Todo estaba en silencio.
La casa respiraba como un animal dormido.
Ni las paredes parecían sospechar que algo estaba por quebrarse.
Me levanté a las once y media.
Marie me esperaba en el pasillo, vestida de sombras y valentía.
—No te detengas, no mires atrás. Si lo hacés, no vas a poder irte —me susurró.
Me besó la frente, como una hermana.
Y luego se esfumó.
Crucé la galería sin zapatos.
Las baldosas estaban frías, como la certeza.
En mis manos, la llave del invernadero temblaba.
No por el miedo.
Sino por todo lo que significaba.
Cuando la puerta se abrió con ese crujido sordo, supe que era la última vez.
La última vez que esa casa me vería pasar.
Y ahí estaba él.
Apoyado contra una columna rota, como salido de un poema inacabado.
Ezra.
Vestido con un abrigo oscuro, la bufanda gris que le tejió su madre, y los ojos más vivos que he visto jamás.
—¿Estás lista? —me dijo, casi sin voz.
—No. Pero igual estoy acá.
Corrió hacia mí.
Me tomó de la mano.
Y entonces, corrimos.
Corrimos como si atrás nos esperaran cadenas.
Corrimos como si adelante hubiera un mundo entero.
Corrimos como si no existiera el tiempo.
Cuando cruzamos el sendero del estanque, escuché algo.
Un gallo.
El primero.
El alba llegaba.
Y yo me iba.
Miré por última vez hacia la casa.
Y pensé en ella:
la rosa seca bajo mi almohada.
Mi despedida.
No sé qué nos espera, ni cuántas veces tendré que inventar un nombre nuevo para mí.
Pero en este instante, mientras el cielo
se abre a un nuevo día,
sé una sola cosa:
soy libre.
E.
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Editado: 09.08.2025