La promesa de las Rosas

Epílogo

Algún lugar de Francia, muchos años después...

La brisa del mediodía se deslizaba por el jardín, perfumada de jazmín y lavanda.

Una niña de cabellos sueltos jugaba entre las rosas.

Catherine.

Ojos curiosos, alma antigua.

Siempre entre flores, como si buscara algo que sólo ella pudiera encontrar.

Desde el porche, Eloise la observaba mientras bordaba.

Sus dedos ya no eran tan ágiles, pero el gesto seguía siendo delicado. A su lado, como cada tarde, Ezra leía en voz baja un viejo libro de poesía, aunque hacía rato que ambos sabían los versos de memoria.

—¿Y si le dejamos plantar su propia rosa? —preguntó él, bajando el libro.

Eloise sonrió.

—Ya la está plantando, aunque no lo sepa.

Catherine corrió hacia ellos con una flor en la mano.

—Esta es la más rara del jardín. ¿Cómo se llama?

Ezra la miró, cómplice.

—No tiene nombre. Nació sola, sin que nadie la sembrara.

—¿Y la puedo tener yo?

—Si la cuidás, sí —dijo Eloise—. Pero recordá:

las flores que crecen libres no toleran jaulas.

La niña se quedó pensando.

Luego bajó la mirada y susurró:

—Abuela… ¿vos te escapaste alguna vez?

Eloise y Ezra se miraron por un instante.

Aquel tipo de mirada que solo se construye con los años, con las promesas cumplidas, con los silencios que no duelen.

—Sí, me escapé —respondió ella al fin—. Pero no huía de algo… iba hacia alguien.

Catherine se quedó quieta.

Tal vez no entendía todo.

Pero algo en su corazón, tan parecido al de su abuela, pareció comprender.

Y mientras la niña se perdía otra vez entre las rosas, Eloise tomó la mano de Ezra.

—¿Creés que alguna vez sabrá la historia completa?

—Quizá no la necesite. Quizá la lleve en la sangre.

En la lejanía, las campanas de la iglesia marcaron la hora.

El tiempo seguía su curso.

Pero ellos…

ellos lo habían vencido.




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