Catherine
¿Cuando es que termina el sufrimiento de una persona realmente?¿Cuando termina con su vida o cuando es la vida quien decide cuándo irse?
El suicidio yo lo he visto varias veces como una forma de terminar de una vez por todas con todo lo que llevaba sobre mis hombros, para dejar de llorar, de sentir dolor en cada parte de mi cuerpo.
Aunque la única razón por la que nunca he atentado contra mi vida es por los niños que ciertas noches me esperan en la biblioteca del pueblo para leerles las historias que brotan de mi mente.
Esos niños se han vuelto mi salvación, una pequeña luz en un túnel lleno de oscuridad, un lugar de dónde no encuentro una sola salida que no sea la muerte.
¿Pero acaso esos niños son suficiente ancla como para quedarme en este mundo?
Sus patadas se habían intensificado en la parte de mi abdomen haciendo que vomitara un poco de sangre, su mano apretó mi cuello para poder verme al rostro con esa expresión de asco y odio de siempre.
Me apretó tanto el cuello que por unos momentos pensé que moriría, el aire no llegaba hasta mis pulmones y podía sentir que los músculos de mi cuerpo dejaban de aferrarse a la mano de mi padre sobre mi cuello.
Me dio una última cachetada que me hizo caer al suelo, se acomodo el saco quitando rastro de arrugas o alguna imperfección que le hiciera ver mal.
¿Por qué me había golpeado?
Pues porque yo no había estado lista para una ceremonia que cada cierto tiempo se hacía cuando las princesas estaban por cumplir su mayoría de edad para encontrarles el esposo ideal. El hombre con el que compartirían todo el resto de sus vidas.
Me había negado a ir, porque creo que yo soy quien se debe de buscar a aquel hombre quien me haga feliz, que me haga sentir en paz con tan solo su compañía, pero eso a mí padre no le había gustado.
Diciendo que yo solo debería de preocuparme por las clases de modales que recibía.
–Esto te lo merecías– antes de salir de mi habitación volteo a verme– espero que para la próxima si estés lista.
Volvió a su camino hasta que lo perdí de vista, cerro de un portazo mi habitación dejándome sola.
Las lágrimas ya no brotaban de mis mejillas, se habían secado de tanto llorar, de tanto suplicar porque se detuviera y no me hiciera daño.
Aunque con el paso de los años creo que mi cuerpo se fue acostumbrando a sus golpes, tanto que ya casi no dolían.
¿Quién diría que el monarca de toda una nación golpea a su hija?
Porque la sociedad y el pueblo podrían decir que es el mejor monarca que pudieron haber tenido, pero los que convivían diariamente conmigo en este palacio se podían dar cuenta de lo que verdaderamente pasaba detrás de estás cuatro paredes.
Podían ver qué en realidad para mi no era un palacio sino un calabozo lleno de lujos que no necesitaba.
Pero a pesar de todos los golpes por parte de mi padre nunca podría decirle lo que pasaba al pueblo o a la realeza.
Las tibias manos de mi nana fueron hasta mis hombros ayudándome a ponerme en pie para sentarme en la orilla de mi cama y que fuera ella quien curara los golpes y limpiará la sangre que corría por mi cuerpo.
Tomo un pequeño algodón con el que empezó a limpiar la sangre de mi labio roto.
–¿Te duele?– negué con la mirada baja.
–Ya me acostumbré– trate de sonreír pero simplemente hacer un movimiento muscular me dolía– debo de aprender a guardarme mis opiniones solo para mí.
Soltó un suspiro sacando todo el aire que retenían en los pulmones, sus manos se posaron sobre las mías que se habían puesto heladas, su mirada café me transmitió un poco de fortaleza para poder seguir, una pequeña sonrisa se asomo en la comisura de sus labios.
Ella y yo sabíamos que no podría hacer nada para poder detener a mi padre, nadie puede salvarme de los golpes que constantemente me da, mi nana una vez había tratado de que mi padre no me golpeara pero salió lastimada.
Es por eso que le suplique que dejara de protegerme, no obtendríamos nada bueno.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas y está vez fui yo quien las limpio, no quería que derramará una sola lágrima solo por verme así, no merezco las lágrimas de nadie.
–No llores nana– deje un casto beso sobre su coronilla.
–¿Cómo no quieres que llore si cada día te veo marchitarte más y no puedo hacer nada para evitarlo?– sollozo.
–Lo mejor que puedes hacer por mi es sonreír.
–Yo vine a curarte y ahora resulta que quien me consuela eres tú– soltó una pequeña risa que no le pude seguir.
Se limpio las lágrimas dejando por un lado la tristeza para volver a quitar la sangre y poner algunas curitas sobre mi rostro.
Con cada respiración y pequeño movimiento que daba me dolía cualquier parte del cuerpo.
–¿Que hora es?– me acomode el vestido que con mucho esfuerzo me había puesto.
–Son casi las nueve– dejo sobre la bandeja todos los algodones llenos de sangre que había usado.
Me senté en la silla enfrente del espejo para poder maquillarme y ocultar los moretones que seguían expuestos en gran parte de mi rostro.
–¿Que haces?– preguntó mi nana quedandose de pie detrás de mi.
–Los niños me esperan– me colgué el bolso en el hombro donde guarde la libreta donde estaba escrita la historia que les contaría está noche.
–No puedes ir así– se interpuso en mi camino– el ir en el caballo te puede causar mucho dolor en el cuerpo.
–Nana– la tomé de los hombros y trate de hacer una pequeña sonrisa en el rostro– solo esos niños me hacen feliz, con sus sonrisas me harán olvidar lo que acaba de pasar está noche.
Se lo pensó durante varios segundos después de mirarme de arriba a abajo, y aunque mi nana tenía razón en que con el galopeo del caballo las heridas podrían dolerme, al final todo sería recompensado con las risas de los niños.