Postes eléctricos en ángulo muerto, cristales clavados en el asfalto, carteles arrancados como costillas. El olor a pan —ese perfume cálido que cada mañana había bendecido la calle principal— ahora estaba mezclado con humo, metal y ozono. El rótulo de la confitería, AURORA, pendía de una sola bisagra, golpeando la madera con un quejido que sonaba como un rezo roto.
La vidriera era un mapa de grietas, el mostrador un naufragio, las vitrinas volcadas, las bandejas en el suelo como lunas plateadas pisoteadas. La harina, derramada por toda la sala, formaba pequeñas dunas blancas sobre las que caían chispas anaranjadas desde un cable roto que chisporroteaba contra el techo. El horno, abierto, respiraba humo negro. Sobre las baldosas, el azúcar granulado crujía bajo el peso de los escombros.
En medio de ese escenario postguerra, Uriel se levantó a pulso entre tablones, polvo y brasas; el delantal blanco desgarrado, el cabello rubio suelto y enmarañado hasta los hombros, los ojos dorados encendidos como si contuvieran el sol. Las alas —platinadas con reflejos rosados— se le desplegaron por reflejo: una cortina de luz que rechazó, con un destello sordo, el pedazo de techo que caía sobre su cabeza.
—Asmodeo… —dijo, y su voz fue un hilo tenso.
Un zumbido opaco, como un latido gigante, recorrió la calle. La niebla de polvo dejó ver, al otro lado de la confitería, una silueta sosteniendo con una mano el marco de la puerta hecha añicos. Asmodeo… y no. Alas turquesa plegadas en sombra, el cabello largo y negro pegado al rostro por la lluvia reciente, la camisa rota, el abrigo oscuro prendido en el hombro por una tachuela de metal. La boca crispada en una media sonrisa que jamás había sido suya.
—Encontré el error en tu receta, Uriel —dijo la voz, profunda y vacía a la vez—. Demasiado corazón. Leuda mal.
El ángel sintió frío en las palmas. Asmodeo no hablaba; algo hablaba a través de él. Lo supo por la ausencia: el silencio donde debería estar la música interna de su amado. Uriel, que siempre podía oírlo incluso cuando dormía —un rumor de mar detrás del pecho—, ahora oía nada. Un pozo.
—Deja su cuerpo —ordenó sin temblar, aunque la garganta le ardía—. No te pertenece.
La sonrisa sin humor se ladeó.
—Yo no pertenezco. Ocu-po. Tu mundo. Tu casa. Tu nombre.
El cable del techo estalló. Un arco eléctrico bajó como látigo y encendió la harina en una llamarada fugaz. La panadería se iluminó con un flash azul; en el fogonazo, Uriel vio el otro horror: a tres metros de la caja registradora, de pie sobre la base de mármol rajada de una columna decorativa, Luzbel convertido en estatua. Blanco absoluto, los músculos tensos bajo la piedra, el cabello tallado hacia atrás como fuego congelado, los párpados cerrados a la mitad con una expresión que no era soberbia: era tristeza. En la mejilla de mármol, una veta negra como una lágrima petrificada.
—¿Por qué a él? —murmuró Uriel.
El ente dentro de Asmodeo inclinó apenas la cabeza.
—Porque la culpa pesa menos cuando se mira inmóvil. Porque el arrepentimiento adorna las entradas. Porque te duele.
La rabia subió como un incendio bajo la piel de Uriel, pero la domó en seco. No podía darse ese lujo. Notó entonces un temblor leve en el suelo; no era un sismo, era un compás: el latido de algo que no tenía cuerpo. El enemigo ocupaba los espacios, no los lugares; la ausencia era su materia.
El aire cambió de densidad. Asmodeo —o lo que lo vestía— avanzó con un paso que reconocía y odiaba a la vez: la elasticidad del guerrero que había sido rey en el abismo, multiplicada por una intención ajena.
—Te voy a enseñar a hornear vacío —susurró el ente— Ingredientes: memoria, promesa, miedo. Amasar hasta que duela. Hornear en silencio.
Levantó la mano. Del pulso al dedo índice, sombras líquidas se estiraron como filamentos que vibraron con un zumbido grave. Uriel saltó hacia la izquierda; los hilos atravesaron el aire y cortaron limpio tres estanterías de madera, que cayeron en un estrépito de vidrio y latón.
Uriel plantó los pies. Se obligó a respirar y sintió el suelo: bajo las baldosas calientes, las tuberías, la tierra, el agua fría que corría hacia el mar a dos calles de allí. Abrió las alas. La luz rosada estalló en el local y empujó la nube de polvo hasta la calle como una ola. Fuera, la avenida principal era una cicatriz: autos volcados, un bus detenido de lado como una ballena varada, cables caídos como lianas, un perro con el hocico alzando en silencio. Dos vecinos asomaron desde una puerta destruida; al ver a los dos seres, retrocedieron despacio. Uriel se giró apenas.
—¡Váyanse! —ordenó, y la voz salió con el peso de un cuerno de guerra.
A su espalda, el ente rió. Un sonido sin aire.
—Siempre protegiendo. Siempre ofreciendo el cuerpo primero. Qué… predecible.
Asmodeo, no Asmodeo, se desvaneció un parpadeo y apareció delante de Uriel con un golpe de hombro que lo lanzó contra el horno. El metal caliente le quemó la espalda a través del delantal rasgado. Uriel respondió con un codazo ascendente y un barrido de ala que explotó en chispas doradas. El cuerpo de Asmodeo giró y sonrió con los labios, pero los ojos seguían en sombra. Ni un destello turquesa.
—Escúchame —dijo Uriel, jadeando, y caminó hacia él entre vidrio y harina—. No a ti —y bajó el tono—, a quien está adentro. Amor… mírame.
La sonrisa se quebró un milímetro. Fue un parpadeo, nada, pero Uriel lo vio: una fisura. Aprovechó.
—Asmodeo, soy yo.
Los hilos de sombra volvieron a latiguear. Uriel cruzó las muñecas y levantó un escudo compacto de luz rosada. Los filamentos golpearon y chillaron como cuchillas contra cristal. Uriel empujó con el escudo, dio dos pasos, tres. En la onda expansiva, harina, chispas y papeles viejos se elevaron como nieve sucia en un remolino. El ente retrocedió un paso; en los ojos negros —lagos sin luna— pasó un pez de luz turquesa. Uriel casi lloró. Estaba ahí.