La Promesa Del Ángel

El Eco del Abismo

El pueblo, que alguna vez olía a pan dulce y a esperanza, era ahora un cuadro de cenizas. Las casas ardían con un fuego que no consumía madera, sino recuerdos. El cielo, gris violáceo, parecía suspendido entre el día y la noche, sin decidir si llorar o arder.

Entre los escombros, Uriel caminaba descalzo. El viento agitaba su cabello dorado, ahora cubierto de hollín. Su mirada dorada, aquella que solía inspirar calma, se había vuelto fría como el mármol de una tumba. Cada paso suyo resonaba entre las ruinas, y aunque era un ángel, su corazón humano se desangraba.

—Asmodeo… —susurró con voz quebrada.

El eco respondió con una risa. Una risa que no era de él. De las sombras emergió una figura. Era Asmodeo, pero no el que Uriel conocía. Sus alas celestes estaban manchadas de un negro líquido que se movía, reptando, como si estuviera vivo. Sus ojos antes llenos de ternura eran dos espejos donde solo se reflejaba la oscuridad.

—¿Me buscabas, Uriel? —dijo una voz grave, profunda, pero que arrastraba ecos múltiples, como si hablasen mil bocas a la vez.

Uriel dio un paso atrás, sintiendo que el aire se espesaba. La presencia frente a él no era su amado. Era algo más antiguo. Algo que nunca debió despertar.

—No eres él. Devuélvemelo.

La risa volvió, vibrante, casi dolorosa.

—Oh, pero sí lo soy. Soy cada sombra que su amor rechazó. Cada lágrima que él derramó por ti. Cada duda que se sembró en su alma cuando creyó que lo abandonarías. Yo no lo robé, Uriel. Tú lo creaste.

El ángel apretó los puños. Su aura comenzó a brillar, tiñendo el aire con una luz rosada que se mezclaba con el humo. Las llamas se detuvieron por un instante, como si la tierra misma temiera respirar.

—¡No me provoques! —rugió, su voz resonando como un trueno que partía el firmamento—. ¡Su amor es mío! ¡Y yo lo salvaré!

—Tu amor —repitió la entidad, avanzando lentamente—. Qué palabra tan débil. ¿Acaso el amor detuvo las guerras del cielo? ¿Acaso impidió que Lucifer cayera? ¿Acaso salvó a Belial, a Sariel, a los que se pudrieron en la fe?

Uriel tembló. No de miedo, sino de furia. Sus alas se desplegaron con violencia, liberando un vendaval de luz que hizo arder las sombras cercanas. Pero el enemigo rió.

—Golpea, si lo deseas. Cada vez que tu luz toque este cuerpo… será él quien sufra.

El ángel titubeó. En los ojos del enemigo, por un segundo, creyó verlos: los ojos verdaderos de Asmodeo. Llenos de dolor. Llenos de súplica.

—Uriel… —susurró una voz débil dentro de la oscuridad— No escuches… No soy yo…

Esa voz bastó para quebrarlo. Uriel cayó de rodillas, las manos al suelo, jadeando. El amor era su fuerza, pero también su mayor debilidad. Y el enemigo lo sabía.

—Mira cómo tu fe se disuelve —dijo la entidad, caminando hacia él—. Mira cómo el ángel más puro se convierte en el más inútil. Yo… soy lo que el Padre temió crear. Soy lo que existía antes de la luz. Soy el principio y el fin del deseo.

Un rayo cruzó el cielo, bañando la escena con un resplandor blanquecino. La estatua de Luzbel, en lo alto del campanario derruido, empezó a agrietarse. De sus ojos petrificados cayó una lágrima.

—No puede ser… —murmuró Uriel, levantando la mirada—. ¿Qué eres realmente?

El enemigo sonrió con el rostro de Asmodeo.

—Soy el reflejo de tu amor, Uriel. Soy lo que ocurre cuando un ángel ama demasiado.

En ese instante, el aire se volvió insoportable. El suelo se abrió, revelando bajo el pueblo una grieta de fuego. Uriel extendió sus alas para no caer, pero la entidad las sujetó, acercando sus rostros.

—Tú encendiste la chispa —susurró con una voz que era a la vez suave y aterradora — Tú me diste forma cuando lo amaste. Tu amor es el eco… del abismo.

Y entonces, el enemigo usando el cuerpo de Asmodeo lo besó. Un beso helado, vacío, que robó la luz de los alrededores. El cielo se oscureció. Las campanas se rompieron. Y la voz de Uriel, desgarrada, resonó como un último relámpago antes del silencio absoluto. La cámara se aleja del pueblo destruido, y en el horizonte, entre los restos ardientes, se ve la silueta de Uriel arrodillado. El cuerpo de Asmodeo flota frente a él, suspendido, envuelto en sombras. Una frase retumba entre el viento, dicha por el enemigo desde dentro del cuerpo del ángel caído:

Yo soy lo que el amor dejó atrás.

Y entonces, el fuego del abismo se abre nuevamente.




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