Dentro del abismo interior donde su alma flotaba suspendida, Asmodeo gritó, pero su voz no tenía eco. El vacío no devolvía sonido alguno, solo el retumbar distante de su propio corazón desgarrado. Frente a él, un espejo líquido le mostraba lo impensable: su propio cuerpo, controlado por la entidad, combatiendo a Uriel.
El enemigo lo obligaba a moverse con precisión quirúrgica, cada golpe, cada palabra dicha con su voz, pero impregnada de odio. Asmodeo sintió cómo el dolor se expandía por su pecho como si mil cuchillas lo atravesaran. Quiso cerrar los ojos, pero ni siquiera eso le era permitido.
—¿Qué… me estás haciendo? —suplicó, o creyó suplicar.
Una risa resonó desde todas partes.
—Nada que no desearas ya, Asmodeo. Tú quisiste poder. Tú quisiste ser más que un ángel caído, ¿no? Te di eso. Poder absoluto.
—¡No! ¡Yo solo quise protegerlo!
—Y ahora lo haces. Lo proteges de su esperanza… matándola.
Las lágrimas se desprendieron de su forma espiritual y se convirtieron en pequeñas esferas luminosas que se disolvían antes de tocar el suelo. El enemigo jugaba con sus recuerdos como si fueran páginas de un libro arrancadas al azar. Lo hacía ver escenas distorsionadas: Uriel alejándose con el rostro lleno de desprecio. El Padre dándole la espalda. El cielo riendo de su miseria.
—No… no es real —jadeó Asmodeo, llevándose las manos al rostro— ¡Esto no es real!
Pero las imágenes seguían, implacables. Y entonces, su visión cambió. Ahora estaba viendo a través de sus propios ojos físicos. El cuerpo poseído. Y frente a él, Uriel. El ángel de la luz, de los cabellos dorados y las alas rosadas, brillando aún en medio del caos. Con la mirada más triste del universo.
—Asmodeo… —susurró Uriel, con la voz temblorosa—. Sé que estás ahí. Escúchame, por favor…
Asmodeo intentó responder, pero su voz interior se perdió en la nada.
El enemigo sonrió a través de su rostro.
—Uriel… no existe ya —dijo con su voz, pero con una entonación fría, irreconocible— Lo que amas está muerto.
Y atacó.
Las manos de Asmodeo, las mismas que solían acariciar el rostro de Uriel con ternura, ahora se llenaban de fuego negro. El golpe impactó contra el pecho de Uriel, arrojándolo varios metros. El sonido de las alas rosadas chocando contra el suelo fue más doloroso que cualquier grito.
—¡Basta! —gritó Asmodeo desde su interior, sin ser escuchado— ¡Déjalo! ¡Usa mi alma, pero no a él!
El enemigo rió, un sonido profundo que resonaba como un trueno en su mente.
—Tu alma ya me pertenece, ángel de la culpa.
—¡No! ¡Mi amor es mío!
Uriel se levantó tambaleando. Sangre luminosa descendía por su labio, brillando con un tono dorado. Sus alas estaban dañadas, pero su luz seguía siendo pura.
—Asmodeo… sé que puedes oírme. —Su voz era un susurro y un rugido al mismo tiempo
— No importa lo que hagas, lo que digas… No te rendiré.
Las palabras atravesaron la oscuridad. Y por un momento, algo dentro de Asmodeo se quebró. El enemigo frunció el ceño.
—¿Qué es esto…?
—Es amor —susurró Asmodeo, apenas consciente — Y nunca podrás destruirlo.
Un resplandor azul comenzó a emanar del interior del cuerpo poseído. El enemigo gruñó, su control tambaleando. Asmodeo aprovechó la grieta. Intentó moverse, controlar un brazo, una palabra, una mirada. Pero el enemigo lo oprimió con una fuerza abrumadora, hundiéndolo en su prisión de sombras.
—¿Crees que el amor puede salvarte? —dijo la entidad con desprecio— Fue el amor el que lo condenó todo. Fue el amor el que creó el abismo.
—Entonces… —respondió Asmodeo con esfuerzo— ….será el amor quien lo destruya.
La furia del enemigo estalló. Y con ella, el cuerpo de Asmodeo se retorció, liberando una onda expansiva que incendió el aire. Uriel cayó de rodillas, las alas extendidas, el corazón latiendo con desesperación.
—Asmodeo… —gimió, sus ojos llenos de lágrimas doradas — No te perderé otra vez.
El enemigo usó ese instante para acercarse.
Sujetó el rostro de Uriel con las manos de Asmodeo y susurró:
—Entonces mátame… si puedes.
—No podría.
—Exacto. Por eso ganaré.
Y besó su frente. Fue un beso helado, oscuro, que apagó la luz del cielo por unos segundos. El cuerpo de Uriel cayó sin fuerzas, respirando con dificultad, mientras el enemigo sonreía con los labios de Asmodeo. Pero dentro de esa prisión oscura, Asmodeo vio algo que el enemigo no notó: un hilo dorado que unía su alma a la de Uriel, como un puente invisible. El enemigo podía poseer su cuerpo, pero no su amor. Y ese amor, puro y desgarrador, comenzaba a brillar, disolviendo lentamente la oscuridad que lo rodeaba.
—No lo sabes aún… —susurró Asmodeo desde el fondo del abismo— pero ya estás perdiendo.
El enemigo gruñó, sintiendo esa presencia expandirse como fuego sagrado dentro de su prisión. La tierra tembló. Las nubes se abrieron. El aire ardió con una luz desconocida. Y en ese instante, mientras Uriel alzaba la vista, con las alas rasgadas y el cuerpo herido, vio una chispa azul surgiendo del corazón del enemigo. Una chispa que conocía demasiado bien.
Era él. Asmodeo estaba peleando. El enemigo grita con furia dentro del cuerpo poseído. Por primera vez, su voz se quiebra.
En su pecho, la luz azul de Asmodeo arde como una llama viva. Uriel lo comprende todo y murmura:
Si estás dentro de él, entonces no lo perderé. Porque donde estés tú… allí estará mi luz.
El cielo vuelve a rugir. El cuerpo de Asmodeo se dobla por el dolor y la oscuridad comienza a fracturarse. El enemigo aúlla:
¡No! ¡Él es mío!
Pero la luz sigue creciendo. La escena termina con un estallido de fuego azul y dorado que divide el cielo en dos.