Dentro del cuerpo de Asmodeo no existía ya carne ni hueso, sino un vasto espacio de tinieblas líquidas. Su alma flotaba suspendida, como un fragmento de luz en medio del vacío. El enemigo había construido un mundo a su medida: un laberinto de espejos negros, donde cada reflejo mostraba una versión corrupta de él mismo.
Sus propias manos, sus alas, su rostro todo estaba allí, pero distorsionado. Y en cada espejo, una voz distinta le susurraba mentiras.
—Uriel te olvidó. El cielo nunca te perdonó. Eres un monstruo. Eres mi creación.
Asmodeo avanzó tambaleante, descalzo, su luz interior temblando. El suelo se movía como si respirara. Cada paso que daba producía ecos que parecían gritos.
—No… —murmuró—. No voy a escucharte.
Pero las voces se multiplicaron. Miles, cientos, incontables. Una multitud de sombras que reían con su voz. De pronto, uno de los espejos se quebró. Y de él salió una figura: su propio reflejo, pero con los ojos completamente negros.
—Yo soy tú —dijo el reflejo, sonriendo con una mueca cruel—. Soy el Asmodeo que siempre quiso dominar, poseer, romper.
—No eres real.
—Lo soy tanto como tu luz. No puedes existir sin mí.
El reflejo levantó una mano y del aire brotó una espada hecha de sombras líquidas.
Asmodeo sintió que debía defenderse, y sin saber cómo, una espada de fuego azul apareció en su mano. Cuando las dos hojas chocaron, el mundo tembló. El sonido metálico se extendió como un trueno infinito, haciendo que los espejos se quebraran uno tras otro.
—¿Por qué luchas contra ti mismo? —dijo el reflejo, empujándolo— Lo sabes: tú me creaste. Yo nací de tu odio, de tu miedo, de tu deseo de ser algo más que un ángel caído.
—No. Tú naciste del dolor. Del abandono. Pero no eres yo.
El reflejo se echó a reír.
—¡Todos decís lo mismo antes de caer!
La espada negra atravesó el pecho de Asmodeo. Por un instante, su luz se apagó.
Cayó de rodillas, el fuego azul chispeando como una vela agonizante. Y entonces escuchó una voz una que no provenía del enemigo. Una que no pertenecía al abismo. Era Uriel.
Asmodeo… no te rindas. Estoy contigo. Siempre estuve contigo.
Las palabras atravesaron los muros del abismo como rayos de sol. Y con ellas, una corriente cálida recorrió su cuerpo espiritual. Las sombras comenzaron a retroceder. El reflejo lo miró con rabia, retrocediendo.
—No… no puede oírte —gruñó el enemigo desde todas partes— Su cuerpo está muriendo, su fe se apaga. ¡Tu luz no sirve de nada!
—Mi luz viene de él —respondió Asmodeo, levantando su espada azul—. Y su amor… es mi armadura.
El reflejo gritó al mismo tiempo que él. Las dos espadas chocaron una vez más. El fuego azul devoró la oscuridad. Y con un grito que partió el silencio, Asmodeo atravesó a su propio reflejo. El espejo final se rompió. El laberinto se derrumbó. Y por primera vez en siglos, el verdadero Asmodeo vio la luz.
Afuera, en el mundo físico, Uriel se mantenía de pie frente al cuerpo poseído, que convulsionaba entre gritos. El cielo se abría con rayos de energía, las montañas se estremecían, los árboles ardían sin fuego. El enemigo gritaba con la voz de Asmodeo, su rostro distorsionado entre luz y sombra.
—¡No puedes sacarme! ¡Él es mío!
Uriel, con lágrimas brillando en sus mejillas, alzó sus manos.
—¡Entonces quédate con mi oscuridad, pero déjalo libre!
Un resplandor rosado estalló desde su pecho. Sus alas se abrieron completamente, llenando el aire de destellos dorados. El amor, puro e inquebrantable, se materializó como una ola luminosa que atravesó el cuerpo de Asmodeo.
El enemigo gritó. Las sombras se desprendieron como humo que no encontraba lugar donde esconderse. Y dentro del abismo interior, Asmodeo sintió por fin el toque de Uriel, su energía, su fe. La oscuridad se desintegró como ceniza ante el viento. El enemigo, debilitado, emergió del cuerpo de Asmodeo, tomando una forma monstruosa, indefinida. Era una silueta de humo negro y ojos vacíos.
—¡Crees que ganaste, ángel! —rugió— Pero solo despertaste lo que duerme más abajo. Lo que ni el Padre puede contener.
El aire tembló, el suelo se abrió en grietas que respiraban. Asmodeo, libre pero exhausto, cayó en brazos de Uriel. El ángel lo sostuvo, acariciando su rostro.
—Ya está, mi amor. Ya está.
Asmodeo abrió los ojos lentamente. Su voz era apenas un suspiro.
—No me… dejes.
—Nunca.
Pero el cielo rugió. Del abismo comenzó a surgir una sombra gigantesca, una presencia tan antigua que la luz misma retrocedía ante ella. Uriel alzó la vista, temblando. A su lado, Asmodeo, todavía débil, comprendió que aquello no era el enemigo que los había poseído. Era algo más. Algo que había estado dormido incluso durante la guerra del cielo. Algo que ahora despertaba.
El aire se congela. La tierra entera se oscurece. Y una voz, más profunda que el tiempo, resuena desde el centro del abismo:
Al fin… alguien rompió el sello.
Uriel y Asmodeo se miran, aterrados. El verdadero enemigo… acaba de despertar.