La Promesa Del Ángel

Cuando Despierta el Olvido

El aire se rompió. No soplaba viento, pero los árboles se inclinaban como si la tierra misma se inclinara ante aquello que emergía del abismo. Uriel y Asmodeo contemplaron impotentes la grieta que se abría bajo sus pies: un abismo líquido y ardiente, del cual surgía un resplandor oscuro, tan intenso que devoraba la luz. El cielo entero se volvió ceniza. Las estrellas, una a una, se apagaron. Asmodeo, aún débil, se aferró al brazo de Uriel.

—¿Qué… es eso?

Uriel no respondió. No había palabras para describir lo que sentía. No era solo miedo. Era una memoria cósmica, algo que su alma reconocía, aunque nunca antes lo hubiera visto. Una voz comenzó a hablar dentro de su mente, profunda, milenaria, sin forma.
No era un rugido, ni un susurro. Era el sonido del universo deshaciéndose.

Soy lo que existió antes del Padre. Soy lo que Él encerró para poder crear. Soy el fin de todo lo que respira.

Asmodeo sintió la presión en su pecho, como si el aire se le escapara. Uriel retrocedió un paso, sus alas vibrando, extendiendo una luz rosa que apenas resistía aquella sombra.

—¡Vuelve al abismo del que saliste! —gritó con fuerza— ¡Tu tiempo terminó!

Mi tiempo nunca terminó, ángel de la compasión. Fue tu amor el que me despertó.

Uriel se estremeció. Las palabras parecían lanzas. El enemigo, invisible, los rodeaba por completo. La sombra comenzó a adquirir forma: un ser etéreo, sin rostro definido, un torbellino de alas oscuras y ojos vacíos. La sensación era insoportable. La misma realidad se doblaba a su alrededor. Asmodeo cayó de rodillas.

—Uriel… no puedo respirar…

Uriel lo sostuvo entre sus brazos, la desesperación ardiendo en su pecho.

—¡Resiste! ¡No dejaré que te lleve otra vez!

Pero el suelo bajo ellos se partió en mil pedazos, revelando un mar de fuego líquido que latía como un corazón vivo. Y del centro de aquel océano de sombras, una figura alzó la mano. Los dedos eran largos, translúcidos, formados de humo y lamentos.

Tú, Asmodeo, el redimido….Tú me diste forma cuando renunciaste a la oscuridad. Tú abriste el sello.

El demonio convertido en ángel abrió los ojos con horror.

—No… no puede ser.

—¿Qué hiciste? —preguntó Uriel, aunque la respuesta ya la intuía.

Asmodeo recordó. En su interior, en el momento en que luchó contra el enemigo anterior, había pronunciado su nombre verdadero. Sin saberlo, había despertado una fuerza que ni el Padre había podido destruir. La sombra se inclinó sobre ellos.

Yo soy Ath’raël, el olvido encarnado. Y este mundo… volverá a mí.

El sonido de esas palabras partió el firmamento. Las montañas se disolvieron como ceniza, los mares se alzaron y se enrojecieron. Las almas humanas, confundidas y atemorizadas, comenzaron a ver fragmentos del abismo entre las calles de sus ciudades. Uriel lo entendió: el fin no sería una guerra, sería un desvanecimiento. El ángel tomó la mano de Asmodeo.

—Tenemos que cerrar el sello.

—No podremos solos…

—Nunca estuvimos solos.

En ese instante, una lluvia de luz descendió del cielo. Miles de destellos dorados atravesaron la atmósfera como lágrimas divinas. Los tres arcángeles Gabriel, Rafael y Miguel aparecieron entre las nubes, cubiertos de fuego celestial.

Miguel descendió con su espada en alto, el rostro endurecido por la antigua tristeza.

—Creí que el Padre exageraba al temer esta entidad —dijo mirando el abismo— Pero ahora lo entiendo.

Gabriel miró a Uriel, sonriendo con ternura.

—No es castigo lo que el cielo te dio, hermano. Era destino.

Uriel asintió. Por primera vez, comprendía que el amor que los unía era el escudo más poderoso jamás creado. El suelo tembló. Ath’raël alzó su cuerpo gigantesco, proyectando sombras que se extendían kilómetros. De su pecho emergieron criaturas huecas, ángeles sin ojos, hechos de oscuridad pura. Cayeron sobre ellos como lluvia negra. La batalla comenzó.

Las luces de los arcángeles cruzaban el cielo como relámpagos. Uriel y Asmodeo luchaban codo a codo, moviéndose como una sola alma. Sus alas se mezclaban: rosa y celeste, fuego y calma, amor y furia. Cada vez que sus manos se rozaban, una ola de energía barría el campo de batalla, haciendo que las criaturas estallaran en destellos de luz. Gabriel y Miguel entonaban antiguos cánticos que hacían vibrar el aire. El sonido de sus voces era tan poderoso que abría grietas en las sombras. Pero Ath’raël no retrocedía. Su voz seguía llenando los corazones con desesperanza.

Todo amor es una mentira. Todo perdón, una excusa.

Uriel alzó su espada de luz.

—Entonces aprende esta mentira.
Y clavó la hoja directamente en el corazón de la sombra.

El grito que siguió fue tan devastador que las montañas se desintegraron. El mundo se volvió blanco. Por un instante, no hubo nada.
Ni sonido. Ni color. Ni tiempo. Cuando la luz se disipó, Uriel se encontraba solo. El abismo había desaparecido. La tierra estaba intacta.

Pero Asmodeo ya no estaba. Su espada cayó al suelo. Uriel giró frenéticamente, buscando entre la calma antinatural que había quedado atrás. No había rastro. Solo el eco del viento y una pluma celeste flotando frente a él. Uriel la tomó entre sus dedos temblorosos. Y en ese instante, escuchó su voz.

No llores, amor mío. Estoy donde empezó todo. Búscame… en la promesa.

Uriel cae de rodillas, la pluma entre las manos, mientras una lágrima dorada cae sobre ella, haciendo que brille con fuerza.
El cielo se oscurece otra vez, como si respondiera al llamado de algo que aún no terminó. En lo alto, sobre una nube fracturada, Ath’raël observa su propia herida cerrándose lentamente.

Los ángeles creen en finales… pero yo soy lo que viene después.




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