El amanecer no trajo paz. Solo silencio. Un silencio tan denso que parecía doler.
El pueblo donde Uriel y Asmodeo habían vivido, el mismo que un día olía a pan y a vida, y que solía despertar con risas humanas y el canto de los pájaros, ahora era un cementerio de sombras y polvo. Las fachadas estaban destruidas, los vidrios rotos, los árboles caídos. El aroma a harina quemada flotaba en el aire, recordándole a Uriel cada mañana en que Asmodeo, con torpeza encantadora, intentaba enseñarle a hornear.
Ahora, el mostrador de la panadería estaba cubierto de ceniza. Y solo quedaba una taza intacta sobre la mesa, la que Asmodeo usaba siempre. Uriel entró despacio. Sus botas dejaron huellas en la fina capa de polvo. No había cantos, ni luces. Solo el crujido de la madera y el sonido distante del viento que se filtraba por las grietas.
Se detuvo frente al horno apagado. El aire olía a recuerdos. El calor que alguna vez llenó ese lugar parecía haberse extinguido junto con el alma de Asmodeo.
—Te prometí no llorar más… —susurró Uriel, con la voz temblorosa— Pero no puedo.
Sus dedos temblaron cuando tocaron la pluma celeste que guardaba en el bolsillo de su camisa. La apretó contra su pecho. Era lo único que le quedaba de él. Fuera, el cielo tenía un tono gris perlado. Nada divino, nada eterno. Solo el color que deja el cansancio.
Uriel salió a la calle con la mirada perdida.
El pueblo, alguna vez lleno de niños jugando, ahora estaba vacío. Pero de pronto, un sonido lo sacó del letargo: una melodía. Una guitarra. Una cuerda pulsada con suavidad.
El corazón de Uriel dio un salto. Conocía esa melodía. Era la canción que Asmodeo tocaba cada noche antes de cerrar la panadería, cuando los clientes se iban y solo quedaban ellos, riendo bajo la luz cálida del horno. La música provenía del callejón de al lado. Uriel corrió, tropezando con los escombros. Su respiración se volvió agitada, sus manos sudaban. Al doblar la esquina, lo vio.
Sentado en un banco de madera, con la mirada fija en el suelo, un joven tocaba la guitarra. Cabello negro cayendo sobre los ojos, piel pálida, una camisa azul gastada y las manos marcadas por el trabajo. La melodía era idéntica. Exacta. Cada nota golpeaba el pecho de Uriel como una caricia y una herida al mismo tiempo.
—¿Asmodeo...? —murmuró apenas audible.
El joven levantó la vista. Sus ojos eran de un celeste profundo, casi grisáceo, llenos de calma. Por un instante, Uriel creyó que lo reconocía. Pero la mirada del muchacho era vacía.
—Disculpa —dijo el joven con una sonrisa amable—. ¿Te asusté?
Uriel lo observó sin poder hablar. Era él. Cada gesto, cada movimiento, el tono de su voz. Pero algo en su mirada estaba roto, como si dentro no hubiese memoria alguna.
—Esa canción… —susurró Uriel.
—¿La conoces? —preguntó el joven, arqueando una ceja— No sé de dónde salió. Solo… estaba en mi cabeza. Me calma.
—¿Cómo te llamas?
—As… —El joven dudó unos segundos, como si buscara una palabra en un rincón de su mente—. Aiden. Me llamo Aiden.
Uriel sintió que el aire se detenía. Aiden. Asmodeo había usado ese nombre una vez, en su vida humana anterior. Sintió la garganta cerrarse. Su corazón, que había soportado guerras, cielos rotos y abismos, no pudo con eso.
—Encantado… Aiden —dijo con un hilo de voz, disimulando la emoción— Tocas bien.
El joven sonrió, sin saber el peso de esas palabras.
—Gracias. No sé por qué, pero me da paz tocar para ti. Es extraño. Como si… —ladeó la cabeza, observándolo con atención— como si ya te conociera.
Uriel bajó la mirada..No podía mirarlo más.
Las lágrimas ardían bajo sus párpados, pero no las dejaría caer. El joven guardó la guitarra, colgándola a su espalda.
—¿Quieres acompañarme? Estoy quedándome en una casa que encontré fuera del pueblo. Puedo prepararte algo de comer.
Uriel asintió, sin pensar. No porque tuviera hambre. Sino porque no podía perderlo otra vez. Caminaron juntos por las calles destruidas, y mientras lo hacían, Uriel observó cada pequeño gesto, cada palabra, cada silencio. Asmodeo estaba allí. Entero. Pero sin recuerdos. Sin pasado. Solo con esa sonrisa amable que dolía más que cualquier herida.
Al llegar a la casa, Aiden le sirvió pan fresco y café. Uriel lo miró en silencio. Él no recordaba quién era. Pero aún sabía hornear.
El corazón de Uriel se partió lentamente.
Cada cosa que hacía era un eco de lo que habían compartido. El amor seguía allí, aunque él no lo supiera. Cuando cayó la noche, Aiden se acercó con una manta.
—Parece que hace frío —dijo con dulzura, envolviéndolo con cuidado— Quédate esta noche, ¿sí? No quiero que te pase nada.
Uriel lo observó a los ojos. El brillo en ellos era el mismo que recordaba. Solo faltaba una chispa, una palabra, algo que lo devolviera a él.
—Aiden… —dijo en un susurro, rozando su mejilla— Si alguna vez recuerdas… búscame.
Aiden lo miró sin entender, pero su respiración se agitó, como si algo en su pecho se estremeciera.
—No sé por qué —dijo con voz baja— pero escucharte decir eso me duele… y al mismo tiempo me da esperanza.
Uriel sonrió con ternura, acariciando su rostro.
—Entonces, quizás tu alma sí recuerda.
El joven sonrió débilmente, y sin saber por qué, apoyó su frente contra la de Uriel. Ambos cerraron los ojos. Por un instante, el mundo se detuvo. El olor a harina volvió. El sonido del horno. La risa de Asmodeo. Pero cuando Uriel abrió los ojos, Aiden ya dormía, con una paz que dolía. Uriel se levantó despacio, tomó la pluma celeste de su bolsillo y la dejó sobre su pecho.
—Te encontraré otra vez —susurró—.Aunque tenga que hacerlo mil veces más.
Salió al amanecer, envuelto en la brisa, mientras el joven dormía profundamente. Y a lo lejos, entre las montañas cubiertas de ceniza, una sombra etérea observaba la escena, sus ojos sin rostro brillando con malicia.
No podrás retenerlo, ángel. El amor humano es efímero. Y cuando el suyo se desvanezca… volverá a mí.