La Promesa Del Ángel

Cuando la Luz Teme al Amor

El silencio del pueblo muerto era peor que cualquier grito. No había viento, ni pájaros, ni vida. Solo ese murmullo profundo y constante que parecía provenir del suelo, como si la tierra respirara entre sus grietas.

Uriel avanzaba entre los restos humeantes de las casas. Los muros ennegrecidos parecían sangrar hollín, y el aire olía a hierro, humedad y desesperanza. Las luces parpadeaban, no por la electricidad, sino por algo vivo que se movía entre las sombras.

La panadería, su refugio, su hogar. Ahora era una tumba. El letrero aún pendía de una cuerda, balanceándose como un cuerpo colgado.

—Asmodeo… —susurró, su voz quebrada por el viento.

Una corriente helada recorrió la calle, y la penumbra se cerró alrededor de él..El sonido de pasos le respondió..No humanos. Pesados. Húmedos. Uriel desenvainó su espada, que aún brillaba con su luz rosada, aunque temblorosa. No temía a los demonios..Temía lo que pudieran usar para herirlo.

Y entonces lo vio. De pie entre la bruma, con los ojos como agujeros en la noche, Asmodeo avanzaba lentamente. Su rostro estaba pálido, su expresión vacía. Las alas, negras con reflejos azulados, colgaban detrás de él como fragmentos rotos de vidrio.

—No… —Uriel dio un paso atrás, el alma helada—. No puedes estar…

Estoy —respondió él, con voz doble, como si dos seres hablaran dentro de su garganta—. Estoy aquí, Uriel. Pero ya no soy tuyo.

La espada casi se le cayó de las manos. Esa voz no era la de su amado. Era más grave, fría, sin emoción alguna. El enemigo hablaba a través de él.

Tu amor fue mi puerta —dijo la voz, burlona— Abriste en él una grieta tan profunda que yo solo tuve que entrar.
Ahora es mío.

Uriel dio un paso al frente. Sus ojos dorados ardieron, mezclando luz con lágrimas.

—¡Suéltalo! ¡Déjalo libre!

Libre… —rió el enemigo—. Libre de ti, sí. Libre del dolor que le diste, del peso de la luz que nunca quiso cargar.

La figura de Asmodeo levantó la mano. Del suelo emergieron cuerpos deformes, retorcidos, envueltos en ceniza. Sus bocas abiertas dejaban escapar un sonido como el llanto de niños muertos. Uriel alzó la espada. El primer demonio se abalanzó sobre él, y con un giro rápido lo atravesó. El cuerpo se desintegró, pero otros tres lo atacaron al instante. Cada golpe, cada paso, cada destello de acero era una súplica muda. No podía matarlos sin pensar en él.

Las sombras se agitaban como bestias.
Las paredes se doblaban y temblaban. El mundo se deformaba en torno a ellos, como si la realidad no soportara tanto dolor. Y entonces, en medio del caos, Asmodeo habló. Pero esta vez no era el enemigo. Era él. Su voz, débil, humana, temblorosa, se coló entre los rugidos.

—Uriel… no luches más.

—¡Sí voy a luchar! ¡Voy a salvarte!

—No puedes… no hay salida.

Uriel se detuvo..La espada cayó al suelo con un sonido metálico que pareció un suspiro.
Sus ojos se abrieron con desesperación.

—¿Qué estás diciendo?

—He visto lo que hay dentro de él —dijo Asmodeo, con una calma antinatural— No puedes vencerlo, ni con tu luz, ni con tu amor. Él no tiene rostro, ni nombre, ni debilidad. Es lo que queda cuando el cielo y el infierno se olvidan de quiénes son.

—No digas eso…

—Uriel —continuó él, con un hilo de voz—. No quiero seguir siendo su arma. No quiero lastimarte. Si dejo de resistirme… si me rindo… quizá todo acabe.

Uriel sintió que el aire se le escapaba de los pulmones.

—¿Rendirte? ¿Eso quieres? ¿Convertirte en uno de ellos? ¿Dejarme?

El rostro de Asmodeo se suavizó un instante, la sombra cediendo a su expresión real. Los ojos celestes brillaron, tristes, como si la luz intentara salir por última vez.

—Prefiero perderme a seguir haciéndote daño.

El enemigo rugió dentro de él, y el cuerpo de Asmodeo se arqueó de dolor. Su voz se fragmentó, su rostro se distorsionó, como si dos almas tiraran de la misma carne. Uriel cayó de rodillas frente a él, sujetándolo del rostro.

—¡No! ¡No me dejes otra vez! ¡No me dejes solo en esto!

—Siempre te amaré… —susurró Asmodeo— Pero el amor no basta para vencerlo.

El cuerpo del joven se elevó en el aire, envuelto en oscuridad líquida. Uriel gritó, corriendo hacia él, pero una fuerza invisible lo lanzó contra el suelo. El impacto le rompió el labio y le cortó la respiración. El enemigo habló ahora con voz pura, sin interferencia humana.

Tu amado me pertenece. Lo dejaré vivir solo para recordarte tu fracaso.

Uriel se levantó, tambaleante. La lluvia empezó a caer con furia, golpeando la tierra como cristales. Los truenos iluminaban los rostros sin ojos de los demonios. Cerró los puños. El corazón le ardía. Ya no había lágrimas. Solo fuego.

—No —dijo, con la voz más baja, más firme que nunca — No lo aceptaré. No perderé otra vez lo que amo.

Entonces ven por él, ángel. Si puedes soportar lo que verás.

El suelo se abrió a sus pies. Desde el abismo brotaron manos de sombras que se retorcían buscando tocarlo. Uriel extendió sus alas, el agua resbalando por las plumas.

—Iré por él —susurró—. Aunque tenga que descender al infierno mil veces.

Saltó. Y el mundo se apagó. No había luz. No había sonido. Solo un vacío absoluto donde el tiempo no existía. Uriel cayó durante lo que pareció una eternidad, hasta que tocó suelo: una superficie viscosa, caliente, que latía como un corazón.

A su alrededor, rostros humanos flotaban en la oscuridad, sus ojos abiertos, llorando sin lágrimas. Las voces susurraban su nombre, acusándolo, suplicando, riendo. Uriel se llevó las manos a la cabeza. Las palabras lo perforaban.

No pudiste salvarlo….Como no salvaste a los otros….Todo lo que amas muere, Uriel.

Gritó. Su voz rebotó en las paredes del abismo. Pero entonces, entre los ecos, escuchó otra. Su voz. Débil. Quebrada.




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