La Promesa Del Ángel

El Eco de las Cadenas

El silencio tenía forma. No era ausencia de sonido, sino una presencia densa, viva, que respiraba dentro de cada sombra..Uriel lo comprendió al abrir los ojos y descubrir que ya no había cielo, ni suelo, ni tiempo. Solo él….Y la oscuridad que lo observaba.

El cuerpo le pesaba, aunque no parecía tenerlo. Las alas, cubiertas de heridas antiguas, caían a sus costados como si también hubieran renunciado. Intentó moverse, pero algo lo retenía. Entonces lo sintió: el hierro frío de una cadena, el ardor de un grillete en la muñeca derecha.

Era un dolor familiar. Demasiado familiar. Su respiración se quebró al reconocer el lugar. Esa celda..Ese olor a piedra húmeda, sangre y desesperanza..El abismo de Belial.

—No… —susurró, con la voz temblorosa—. No otra vez.

El eco repitió su negativa, burlón, distorsionado:

No otra vez… otra vez… otra vez…

Sus manos temblaban. Las paredes, vivas, parecían palpitar con un ritmo que no era el suyo. Y del fondo, una sombra surgió: una silueta alta, delgada, con ojos de fuego azul y una sonrisa demasiado humana.

—Bienvenido de nuevo, mi ángel roto. —La voz era la de Belial, o el recuerdo de él, o algo peor.

—Creí haber escapado de ti —respondió Uriel con amargura.

—Nadie escapa de sí mismo.

Belial caminó a su alrededor con pasos lentos, arrastrando cadenas invisibles.

—Te ofrecí poder, ¿recuerdas?.Te ofrecí el trono del abismo a cambio de renunciar a tu debilidad. Pero elegiste amar. Elegiste sufrir.

Uriel lo miró con los ojos dorados apagados.

—Elegí lo que me hace ser quien soy.

Belial sonrió, ladeando la cabeza.

—Y mírate ahora..Encadenado, solo, olvidado incluso por el cielo que tanto veneras. Tu amor… ese demonio al que llamas Asmodeo… ahora es mi creación perfecta. Lo único que te queda de él son tus recuerdos, y pronto ni eso tendrás.

La figura de Belial se desvaneció entre risas, pero su voz quedó suspendida en el aire como veneno..Uriel cayó de rodillas, sintiendo el frío atravesarle los huesos. El corazón, esa chispa que nunca se apagaba, palpitaba débilmente. Y entonces, la oscuridad habló en su propio idioma: recuerdos.

Las paredes comenzaron a moverse. Sombras líquidas se formaron, mostrando imágenes como espejos rotos. Allí estaba él. Uriel, prisionero, encadenado de manos y alas. Su cuerpo sangrando. Belial frente a él, sonriendo mientras lo torturaba.

Dime, ángel, ¿a quién amas más, a tu Padre o a ese demonio?

Uriel recordaba esa voz, el filo de sus palabras, el odio que lo hizo dudar de sí mismo..Recordaba los días en los que la oscuridad intentó borrar su fe, y cómo sobrevivió solo gracias a un nombre: Asmodeo.

Asmodeo….—susurró ahora, cerrando los ojos— Tú fuiste mi salvación, incluso cuando yo ya no creía en la mía.

El recuerdo se desvaneció. El silencio regresó. Y entonces Uriel empezó a hablar. No para nadie, sino para llenar el vacío. Para no dejar que el enemigo hablara por él otra vez.

—He amado más allá de lo permitido —dijo, con voz quebrada pero firme— He tocado lo que debía destruir, y he llorado por lo que debía olvidar.

Caminó hacia adelante, arrastrando las cadenas que sonaban como ecos de su alma.

—Creyeron que mi amor era debilidad, pero fue ese amor lo que me salvó del abismo una vez. Fue él quien me devolvió la vida cuando solo existía el vacío. Y ahora — cerró los ojos — ahora es mi turno de salvarlo.

Un resplandor leve brotó de su pecho, como una llama naciendo en la oscuridad.

—Asmodeo… yo no estaría vivo de no ser por ti, mi amor. Ahora es mi turno de salvarte y te aseguro que no fallaré.

La luz creció, expandiéndose por las grietas del abismo. Las cadenas comenzaron a vibrar, resistiéndose.nLas sombras retrocedieron, como animales ante el fuego. Uriel levantó la mirada. Sus ojos dorados brillaron por primera vez desde su caída.

—¿Oyes eso, Belial? ¿Lo oyes, maldito?
Esa es la promesa que nunca romperé.

La voz del enemigo resonó, furiosa, en todas direcciones:

—¡No puedes salvar a quien no quiere ser salvado!

—No necesito que quiera. Solo necesito que recuerde.

El resplandor se volvió cegador. Las cadenas estallaron, una a una, lanzando chispas de fuego celestial. El cuerpo de Uriel cayó al suelo, libre, exhausto. Pero sonreía.

Se levantó lentamente, mirando el vacío delante de él, ese lugar que parecía infinito y vivo. Cada paso que daba iluminaba su entorno. Por primera vez, el abismo retrocedía ante un corazón que no se quebraba.bA lo lejos, una voz susurró. Débil.bDolida. Familiar.

Uriel…

El alma del ángel se estremeció.

—Asmodeo… —murmuró, sintiendo la vibración del nombre en su pecho— Estoy cerca mi amor.

El sonido volvió, esta vez más claro.

No sigas… él me lo ha mostrado todo… no puedes vencerlo.

Uriel cerró los puños. Su voz tembló, pero su convicción fue más fuerte.

—Entonces moriré intentándolo. Porque prefiero el infierno contigo, antes que un cielo sin ti.

El suelo se abrió bajo sus pies. Pero no cayó. No esta vez.nEsta vez voló. Las alas, aún heridas, se desplegaron en todo su esplendor. La oscuridad gritó, como si algo sagrado la desgarrara desde dentro.

El fuego de su fe, mezclado con su amor humano, se volvió una llamarada pura que atravesó las tinieblas. Y mientras ascendía entre las sombras, su voz resonó como un juramento eterno:

Te encontraré, Asmodeo. Te traeré de vuelta. Lo juro por lo que aún brilla en mi alma.

Cuando la luz se apagó, la celda quedó vacía. Solo quedaron las marcas de las cadenas derretidas, y una inscripción luminosa grabada en la pared:

El amor es mi condena… y mi arma.




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