La Promesa Del Ángel

Las Cadenas del Alma

El aire no existía allí. No había oxígeno, ni viento, ni luz. Solo un espeso vacío que oprimía el pecho y hacía doler hasta los pensamientos. El abismo infinito era un pozo sin tiempo, una prisión hecha de la propia conciencia de los que osaron desafiar al verdadero enemigo.

Asmodeo colgaba de un muro vivo. No era piedra: era carne. Palpitaba, sangraba, respiraba. Cada latido le recordaba que seguía existiendo, aunque ya no supiera si eso era un don o un castigo.

Sus muñecas estaban atadas por cadenas negras que parecían fundirse con su piel.
Eran como raíces que lo atravesaban por dentro, bebiendo su fuerza. Las alas, antaño celestes y majestuosas, ahora colgaban inertes, manchadas por un brillo oscuro, como si el cielo mismo hubiera llorado sobre ellas ceniza.

Su cabello, largo y negro, le cubría parte del rostro, pegado por el sudor y la sangre.
Cada respiración era un gemido. Cada parpadeo, una súplica muda. Pero lo peor no era el dolor. Era lo que veía cada vez que cerraba los ojos.

El enemigo le mostraba imágenes. Su cuerpo, moviéndose libremente en el mundo, empuñando la espada, destruyendo, atacando a quien más amaba. Su voz… su voz… repitiendo palabras que nunca había dicho. Y lo peor de todo: Uriel sangrando por su culpa.

Asmodeo gritó..Un grito que ni siquiera el vacío quiso escuchar.

—¡Basta! ¡Déjame en paz!

El eco le devolvió su súplica, deformado, burlón.

No hay paz para los que aman a los que deben destruir.

Las cadenas se tensaron..Sintió cómo la carne de sus muñecas se desgarraba lentamente. La sangre cayó como lluvia negra sobre el suelo.

—No… no quiero verlo…

Pero el enemigo lo obligó. Y frente a sus ojos, en el aire, apareció la imagen de Uriel cayendo de rodillas, con la espada rota entre las manos, mirando al cielo mientras el fuego consumía el pueblo..Asmodeo tembló. Sus labios se abrieron en un sollozo.

—Uriel…

Una risa helada le recorrió los oídos.

Tu ángel dorado se pudre en su fe.
Aún cree que puede salvarte, y tú… tú sabes que no puede.

Asmodeo apretó los dientes.

—Cállate.

Te rendiste, Asmodeo. Las cadenas se alimentan de tu desesperanza. No eres víctima, eres mi triunfo.

Las palabras lo atravesaron como espinas. Y por un instante, lo creyó. Creyó que el enemigo tenía razón. Que su rendición lo había condenado a él y a Uriel. Su cabeza cayó hacia adelante. Las sombras lo envolvieron, y su mente se llenó de voces.
Miles de voces. Ángeles, demonios, humanos todos gritando, todos pidiendo una salvación que nunca llegaba.

A su alrededor, otras almas encadenadas se retorcían, algunas convertidas en formas irreconocibles. Allí estaban los que desafiaron a esa fuerza sin nombre: seres que alguna vez fueron hermosos, ahora reducidos a polvo consciente. El abismo no castigaba con fuego, sino con recuerdos. Cada uno revivía su peor error una y otra vez. Y el de Asmodeo era amar demasiado. Las lágrimas surcaron sus mejillas sucias.

—¿Por qué no puedo olvidarte, Uriel? —susurró, su voz quebrada por el llanto— Si el dolor fuera suficiente para matarme, ya habría dejado de existir.

El muro respondió con un zumbido profundo, como un corazón latiendo bajo tierra. El enemigo escuchaba..Y disfrutaba.

De pronto, un movimiento. Una figura en el aire. Su cuerpo. Lo vio, completo, hermoso y corrompido, moviéndose en el mundo real..El enemigo usaba su forma como un disfraz divino..Cada paso, cada palabra, cada batalla librada contra Uriel… era él, pero no era él.

—¡Detente! ¡No lo toques! —gritó Asmodeo, tirando de las cadenas hasta que su piel se rompió— ¡Por favor!

Mira lo que haces —susurró el enemigo, con voz de seda— Lo lastimas… una y otra vez. Y él aún te ama. ¿No es hermoso? Un amor que duele tanto que ni la eternidad puede apagarlo.

Las imágenes continuaron. Uriel cayendo, herido. Uriel llorando sobre su propio reflejo.
Uriel llamándolo por su nombre en medio del fuego.

Asmodeo cerró los ojos con fuerza, apretando los dientes hasta sangrar. Y entonces… algo cambió. Entre el horror y la oscuridad, una chispa..Una sensación cálida en el pecho. Una voz lejana, tan suave que parecía venir de un sueño.

Asmodeo… yo no estaría vivo de no ser por ti, mi amor. Ahora es mi turno de salvarte… y te aseguro que no fallaré.

Uriel.

El nombre se grabó en su mente como fuego puro. El abismo tembló. Las cadenas vibraron. Por primera vez, el enemigo retrocedió. Asmodeo abrió los ojos. Una lágrima, luminosa como un fragmento de estrella, cayó desde su mejilla.

—Uriel…

El muro gritó. Las almas cautivas comenzaron a estremecerse. Las sombras se retorcieron furiosas.

—¡NO! —bramó el enemigo—. ¡ÉL NO TE OYE! ¡TÚ YA NO EXISTES!

Pero Asmodeo sonrió. Una sonrisa rota, débil, pero real.

—Sí me oye. Siempre me oye.

La celda entera comenzó a vibrar. Las grietas se abrieron, dejando escapar destellos azulados. El poder celestial, dormido en su interior, comenzaba a despertar.

El enemigo, furioso, intentó contenerlo, reforzando las cadenas. El hierro negro se envolvió en fuego oscuro, quemándole las muñecas. El dolor era insoportable, pero Asmodeo ya no gritaba. Su corazón latía con un solo pensamiento: Uriel.

Su amado. Su esperanza. Su razón para seguir respirando en un mundo que lo había olvidado.nEn algún lugar más allá del tiempo, Uriel alzó la cabeza. Sintió una punzada en el pecho. Una energía familiar. Una vibración que reconocería incluso entre un millón de voces.

—Asmodeo… —susurró, con los ojos llenos de lágrimas.

El enemigo también lo sintió. Y sonrió con malicia.

—El amor los une. Perfecto. Los destruiré juntos.




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