La Promesa Del Ángel

La Voz Bajo la Ceniza

El amanecer nunca llegó. Solo una franja gris que se extendía sobre un mundo mutilado. El pueblo, su pueblo, era un esqueleto de lo que fue: las casas reducidas a carbón, las calles cubiertas de polvo, las ventanas abiertas como bocas sin gritos. Un aire espeso, cargado de ceniza y olor a sangre seca, cubría todo.

Uriel caminaba entre los restos, con la mirada perdida, sin saber si estaba vivo o soñando. Su respiración era irregular, y cada paso sobre los escombros sonaba como el eco de un corazón quebrado. Sus alas, plegadas a su espalda, estaban cubiertas de hollín. Aún brillaban débilmente, pero la luz parecía dolerle. El enemigo había ganado esa batalla. Pero no la guerra.

—Asmodeo… —susurró su nombre como si fuera una oración.

El viento sopló entre los restos de la panadería. El olor a harina quemada le desgarró el alma. Recordó el calor del horno, la risa de Asmodeo mientras amasaba el pan torpemente, las manos de ambos cubiertas de harina y su sonrisa, esa sonrisa que parecía contener toda la luz del cielo.

Uriel se arrodilló entre los restos de lo que alguna vez fue su hogar y apretó el suelo con ambas manos. Sus dedos se hundieron en la ceniza.

—No te dejaré, Asmodeo. No otra vez.

Y entonces lo sintió. Un leve cosquilleo en la palma. Una vibración tenue, como un pulso. Abrió la mano, y un hilo de luz azul se dibujó en su piel, como una vena que latía. Su corazón se detuvo un instante.

—Estás vivo…

La luz azul se extendió, marcando líneas sobre su piel, subiendo por el brazo, envolviéndole el pecho. De pronto, un escalofrío lo recorrió, y una voz su voz esonó en lo más profundo de su mente.

Uriel… si puedes oírme… no me sueltes.

El ángel cerró los ojos, temblando. Las lágrimas comenzaron a caer, mezclándose con la ceniza.

—Asmodeo… —dijo con un hilo de voz—. Estoy aquí. Te oigo.

No sé cuánto tiempo me queda… El enemigo usa mi cuerpo. Me hace verte… hace que te lastime. No puedo soportarlo.

—¡No hables así! ¡Resiste!

Ya no tengo fuerzas… pero tú sí.

La conexión se volvió más intensa. Uriel sintió el dolor físico de las cadenas, el ardor de los grilletes quemándole la piel, el sabor metálico de la sangre en los labios de Asmodeo. Se dobló, ahogado, con una punzada aguda en el pecho. Era su dolor, atravesando dimensiones, golpeándole como un castigo compartido.

—¡Basta! ¡Suéltalo! —gritó al cielo invisible— ¡Llévate mi cuerpo si quieres, pero déjalo libre!

No hubo respuesta. Solo silencio. Y el viento, que parecía reírse de su impotencia. Las horas se volvieron días, aunque el sol jamás volvió a salir. Uriel vagaba por los restos del pueblo, buscando señales, escuchando voces. A veces creía oír a Asmodeo llamarlo entre los ecos. Otras veces creía sentir su respiración en la nuca.

Pero cuando se giraba, solo encontraba vacío. En una vieja iglesia derrumbada, encendió una vela. La llama tembló, débil, como su fe. Se sentó en el suelo, apoyando la espada junto a él, y habló al aire como si Asmodeo pudiera escucharlo a través de la distancia.

—¿Sabes qué es lo más cruel de todo esto? —dijo, con una sonrisa rota—bQue todavía siento tu presencia en cada cosa viva.
Cuando el viento sopla, es tu risa. Cuando el fuego crepita, son tus palabras. Hasta el dolor tiene tu voz.

Cerró los ojos. En la oscuridad detrás de sus párpados, lo vio.bEncadenado. Sangrando. La mirada vacía. El cuerpo marcado por las sombras.bPero su alma seguía ardiendo.

Uriel se levantó, la vela en la mano. Su rostro estaba cubierto de lágrimas y hollín, pero sus ojos brillaban con la intensidad de una estrella.

—No importa lo que tenga que hacer. No importa si debo enfrentar al enemigo o al mismísimo cielo.

—Susurró, mirando la oscuridad más allá del altar derrumbado — Te traeré de vuelta, Asmodeo. Aunque tenga que quemar el infierno con mis propias manos.

Esa noche, mientras caminaba entre las ruinas, el cielo se desgarró. Una grieta oscura se abrió sobre el horizonte, extendiéndose como una herida. De ella brotaron luces rojas, tentáculos de sombra, y un rugido que no pertenecía a ninguna criatura viva. El enemigo. Estaba moviéndose otra vez. Pero esta vez, no usaba demonios. Usaba ángeles.

Desde la grieta descendieron figuras envueltas en fuego oscuro. Sus alas blancas ennegrecidas, sus ojos vacíos. Ángeles caídos por voluntad ajena. Manipulados. Corrompidos. Uriel se preparó, alzando la espada que aún brillaba con luz rosada. Su voz, firme y temblorosa a la vez, se alzó contra el rugido del abismo.

—No les tengo miedo.

—El enemigo no responde con palabras, sino con ecos—

Entonces muere con ellos.

La batalla estalló en medio del pueblo arrasado. Los escombros volaron, las sombras se retorcieron, los cielos rugieron.
Uriel luchaba como si cada golpe fuera una súplica, cada herida un acto de amor. La espada cortaba la oscuridad como un rayo, pero por cada enemigo que caía, dos más se levantaban.

El fuego de las ruinas se reflejaba en sus ojos. El sudor, la sangre y las lágrimas se mezclaban sobre su piel. El enemigo lo observaba desde la grieta, invisible pero omnipresente.

Tu amor te condenará, Uriel. Como condenó a los demás.

—No —susurró entre jadeos—. Mi amor lo salvará.

Un golpe lo derribó. Cayó sobre los restos de una pared, jadeando, la espada a unos metros. El enemigo, a través de una de las criaturas, lo tomó del cuello y lo levantó del suelo. Su voz, profunda y distante, habló desde la garganta de aquel ser:

¿Todavía crees que puedes salvar a alguien que ya se rindió?

Uriel lo miró con los ojos dorados llenos de furia y lágrimas.

—Sí.

¿Por qué?

—Porque… —sonrió débilmente, con sangre en los labios— …porque soy capaz de amar incluso cuando todo está perdido.




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