No existía oscuridad ni luz, solo un silencio mineral. Un universo detenido. Un cuerpo inmóvil que no respiraba, no sangraba, no soñaba. Luzbel no vivía. Tampoco estaba muerto. Era una condena en forma de estatua, un recuerdo petrificado del que alguna vez fue el ser más hermoso del cielo.
El mármol lo envolvía como un ataúd translúcido. Podía oír el crujido de su propia piedra cuando el viento soplaba, y a veces, entre los ecos, creía escuchar su corazón intentando latir, muy dentro de aquella prisión.
Intentó mover un dedo. Un parpadeo. Nada.
Solo un frío absoluto que le atravesaba el alma. Y entonces, el dolor. Ese dolor antiguo que ni siquiera la eternidad había conseguido borrar.bEl peso de su caída. El eco del día en que el Padre le dio la espalda.
Recordaba el brillo dorado de su nombre antes de perderlo. El portador de la luz. El primero entre los querubines. El favorito del Padre.bHasta que decidió que la luz debía pertenecerle. Y ahora, siglos después, allí estaba: un trozo de piedra con conciencia, observando impotente cómo el mundo se desmoronaba bajo el enemigo que él mismo había liberado al principio de los tiempos.
Qué irónico…—pensó—. Creí que podía gobernar la oscuridad, y la oscuridad terminó gobernándome.
El enemigo sin rostro, esa entidad intangible que dormía más allá del abismo, había despertado gracias a su orgullo. Era él quien abrió la primera grieta. Él quien desató la corrupción que ahora amenazaba a todo. Y su castigo era observarlo sin poder hacer nada.
El cielo ardía en la distancia. Podía verlo todo: los ejércitos destruidos, los ángeles caídos, los humanos que gritaban plegarias a dioses que ya no respondían.nY en medio de ese caos, Uriel y Asmodeo. Su resplandor. Su error más grande y su última esperanza.
Uriel, con las alas teñidas por la ceniza del mundo. Asmodeo, prisionero de un enemigo invisible. Ambos enfrentando lo que él mismo había creado. Si hubiera podido llorar, lo habría hecho. Pero las lágrimas también le fueron arrebatadas. Solo la piedra fría le quedaba como piel. Dentro de su prisión, su alma gritó. El sonido retumbó como un trueno sordo.
—¡Padre! —clamó con voz rota— ¡Dame una oportunidad! ¡Déjame reparar lo que hice!
El silencio respondió. Solo el eco de su propio arrepentimiento. Y por un instante, el mármol vibró. Una grieta casi invisible recorrió su pecho. Un hilo de luz se filtró por ella, cálido, dorado, tenue. El primer vestigio de su antiguo poder.
No… no puede ser… —pensó— Aún hay algo en mí.
La chispa creció, iluminando su interior.
Y por un instante, Luzbel volvió a ser Lucifer, el querubín que alguna vez alzó las estrellas en el firmamento. Recordó su fuerza, su belleza, su dominio sobre la materia y la energía. Recordó cómo moldeó la luz del amanecer en los albores de la creación. Recordó cómo el Padre sonreía cada vez que su canto abría el día.
Y entonces, ese recuerdo se quebró.
La luz se extinguió. El poder desapareció tan rápido como había vuelto. El mármol se endureció de nuevo. La chispa se había ido. El Padre le había quitado todo. Luzbel cerró los ojos, o creyó hacerlo. La desesperación lo envolvió, pero no duró mucho. Porque, en medio de ese vacío, escuchó algo.
Una voz.
Lejana.
Dolida.
Humana.
No me sueltes… por favor, no me sueltes.
Asmodeo. Luzbel sintió cómo su alma temblaba. Una conexión mínima, un hilo dorado que atravesaba el abismo y rozaba su conciencia. El enemigo lo había encerrado, sí pero no podía romper los lazos del amor.
Centró toda su esencia en esa voz..Empujó la conciencia fuera del mármol, como una ráfaga de energía. Su alma chocó contra la oscuridad, atravesó capas de vacío, hasta que lo encontró. Asmodeo, encadenado, su cuerpo colgando entre sombras, su luz casi extinguida. Luzbel habló, no con palabras, sino con la vibración de su antiguo canto celestial..Un sonido puro, profundo, que se filtró en el alma de Asmodeo.
Asmodeo… escucha mi voz.
El ángel cautivo alzó la cabeza. Por un instante, creyó que deliraba.
¿Luzbel…?
Sí. Aún vivo… dentro de esta prisión.
No puedes… estás perdido…
No del todo. Aún hay fuego en mí, y lo usaré para ti.
Luzbel empujó un fragmento de su energía, un destello dorado que viajó hasta el pecho de Asmodeo. Las cadenas negras se estremecieron, y una de ellas se agrietó. La luz azul del demonio volvió a encenderse.
Tienes el amor de Uriel no lo desperdicies. No te rindas, Asmodeo..No lo dejes solo.
El abismo rugió con furia..El enemigo había notado la interferencia..Las sombras se agitaron, intentando cortar el hilo que unía a ambos. Pero Luzbel se aferró a ese vínculo como quien se aferra a su último aliento..Su alma ardía, el mármol crujía, pero no soltó.
El amor que desprecié… ahora es la única fuerza que puede salvarnos.
En el plano terrenal, Uriel levantó la vista hacia el cielo cubierto de fuego y sintió una energía desconocida, dulce y dolorosa a la vez. La luz rosada de sus alas se mezcló con un tono dorado, un color que no había visto desde los días del Paraíso. Asmodeo abrió los ojos al mismo tiempo, con una lágrima resplandeciente corriéndole por la mejilla. Ambos supieron, sin necesidad de hablar, que Luzbel había despertado.
—Está luchando —susurró Uriel.
—Está pagando su redención —dijo Asmodeo con voz ronca— Y nos está dando tiempo.
En su prisión de piedra, Luzbel volvió a sentir el peso del silencio. El vínculo se había cortado..El enemigo había reforzado su encierro..Su cuerpo volvió a la inmovilidad..Pero dentro de él, su alma sonreía. El fuego dorado seguía vivo. Esperando el momento.