Ese lugar no poseía tiempo..No poseía origen. Era el ombligo de la nada, donde hasta los dioses se volvían polvo..Y él estaba solo. Sin Asmodeo. Sin cielo. Sin tierra. Sin alma que respondiera a su llamado. Solo la memoria..Y la certeza ardiente de un amor invencible que ahora era su única brújula.
—No me quitarán lo que soy… — susurró, aunque su voz apenas vibró en el vacío.
Entonces, un sonido quebró el silencio. Algo pequeño, casi imperceptible.
Un crujido.
Uriel giró, alerta, el corazón latiendo como si siguiera vivo por pura obstinación. La estatua. Luzbel..Aún de mármol. Aún ensimismado en su prisión eterna. Pero ahora vibrando. Palpitando.
Como si un corazón antiguo más antiguo que las estrellas hubiera decidido volver a latir. Uriel dio un paso hacia él. Luego otro. Cada uno más pesado que el anterior, como si el vacío intentara retenerlo, celoso, desesperado por mantenerlo atrapado.
Luzbel, o lo que quedaba de él, estaba comenzando a temblar. Las grietas se extendían por su cuello, por su pecho, como ríos negros sobre una piel pétrea. Su rostro inmóvil empezó a moverse.. Y entonces Uriel vio algo que lo dejó sin aire:
Sus alas. Al principio fueron sombras..Luego luz quebrándose bajo la piedra..Por último, las primeras plumas negro puro, negro nacarado, negro celestial surgieron como espadas atravesando la roca.
—No puede ser… — murmuró Uriel, retrocediendo un paso.
Pero sí podía ser. Sí estaba pasando. El mármol se desprendía. Fragmentos caían y se convertían en humo en el aire blanco. Los dedos de Luzbel se doblaron lentamente, como recordando qué era poseer carne. Un brillo dorado y oscuro brotó de sus ojos, rasgando la máscara de piedra.
Y cuando finalmente habló, su voz no fue de estatua ni de ángel caído. Fue la voz que un día comandó coros de luz. La voz que hizo temblar el universo entero cuando pronunció la primera rebelión.
—Creí que el Padre me había condenado a silencio eterno —susurró Luzbel, con un hilo de vida quebrado y orgulloso— Pero fue una pausa para que aprendiera a sentir.
El vacío tembló, como si la nada sintiera miedo. Uriel no se movió. No respiró. Solo miró el despertar del ángel que alguna vez había sido la cúspide de la creación. Luzbel extendió la mano, temblorosa, no hacia Uriel, sino hacia el espacio en torno a él. Y en lo invisible algo gritó.
Un aullido inhumano. Profundo. Anciano.
El rugido del enemigo sin rostro, sin cuerpo, sin alma propia. Un viento oscuro surgió, furioso, intentando ahogar el destello naciente de Luzbel. Pero él sonrió. No como demonio. No como réprobo. Sino como príncipe. Como querubín. Como Luz que recordaba haber sido antes de aprender a caer.
—Así que querías jugar con las almas que amo… — dijo, su voz quebrando el plano—
Mal negocio. El amor es más peligroso que el poder. Y ahora sé que lo temo menos que a la obediencia.
Uriel sintió el impacto de esa frase como un golpe directo al corazón. El espacio alrededor de él empezó a distorsionarse. El vacío ya no era perfecto. Se retorcía, se rasgaba como un velo en manos furiosas. Luzbel cerró los ojos y exhaló. Y la nada crujió.
—Vuelve —ordenó con autoridad sagrada—
Regresa, Uriel. Tu lugar no es la quietud que mata. Tu guerra aún no terminó.
Uriel sintió un tirón en el alma, como si una mano gigantesca lo tomara desde dentro y lo empujara hacia arriba, hacia afuera, hacia la existencia verdadera. El vacío gritó. Se rompió. El enemigo se revolvió como bestia sin cuerpo, como odio sin forma, como miedo primordial.
—NO PUEDES LIBERARLO. SUFRIRÁ MÁS CONTIGO QUE CONMIGO.
Luzbel abrió los ojos otra vez. Fuego. Estrellas. Orgullo y duelo.
—Entonces sufrirá luchando —respondió—.
No pudriéndose en tu silencio.
Y con un último destello —blanco, negro, dorado, infinito—, empujó a Uriel fuera del plano inexistente.
Uriel despertó.Bocanada de aire. Tierra bajo las rodillas. Dolor en las manos. Sangre en la boca. La realidad. Cruda. Rota. Viva. Y frente a él…
El cuerpo de Asmodeo aún controlado por el enemigo lo miraba fijamente. Pero ahora había algo distinto en esos ojos oscuros. Un temblor. Un parpadeo. Una sombra azul detrás de la sombra. Una grieta en el infierno. Asmodeo habló con voz doble, dos seres peleando dentro de un mismo pecho:
—Uriel.
Y en ese único nombre había súplica, desesperación, amor, y guerra. Uriel, con los labios temblorosos, respondió al borde del colapso:
—Estoy aquí.
Algo gigantesco resonó en los cielos. Una vibración antigua. Un poder que no pertenecía ni a luz ni a oscuridad sino a aquello que había creado ambas. Y muy, muy lejos, dentro de su todavía fracturada forma, Luzbel sonrió con dolor porque sentía venir al Padre. No en juicio. Sino en veredicto. La guerra apenas empezaba.