La Promesa Del Ángel

Cuando la Luz Desobedece

El suelo crujió bajo los pies de Uriel como si la tierra recordara súbitamente ser viva. Tras la rotura del vacío, el mundo regresaba a él en fragmentos olor a humo, piedra húmeda, hierro oxidado, ceniza suspendida en el aire como polvo de almas rotas.

Frente a él, Asmodeo o la criatura que lo poseía lo observaba como si fuera su presa, su reliquia, su condena eterna.

—Uriel… —la voz emergió doble, imposible de clasificar entre amor y destrucción.

Y entonces sucedió. Un temblor en esos ojos ennegrecidos. Una grieta interna. Y Asmodeo el verdadero emergió por un instante, como un latido desesperado dentro del pecho de la bestia. Sus pupilas volvieron a brillar en azul claro. Sus alas aunque deformes y ennegrecidas vibraron, queriendo ser libres.

—Uriel… —susurró esta vez con voz rota,— amor mío… perdóname.

Antes de que Uriel pudiera responder, Asmodeo avanzó, tomó su rostro entre las manos, y lo besó. No un beso de guerra. Ni de nostalgia. Fue un beso de súplica. De última voluntad. De si muero aquí, recuérdame feliz.

Uriel tembló. Su cuerpo entero reaccionó al tacto de su amado como si volviera a tocar el sol después de siglos de frío. Pero el instante se fracturó. El enemigo lo arrancó de su propio cuerpo. La voz demoníaca rugió desde dentro:

—¡NO ES TUYO! ¡NUNCA LO SERÁ!—

Asmodeo fue empujado hacia el suelo, como una marioneta que cae entre convulsiones.
Y el rostro volvió a endurecerse, oscuro, vacío de alma visible. Uriel dio un paso al frente, con el pecho abierto en puro dolor.

—Sí lo es —respondió, su voz temblando pero llena de fuego — Y voy a salvarlo aunque tenga que arder mil veces.

El enemigo rió dentro de Asmodeo, esa risa sin piel ni corazón. Pero entonces el aire se rasgó. No con violencia. Con majestuosidad. Un resplandor dorado envolvió el pueblo destruido. El polvo se suspendió en luz..Las ruinas parecieron contener la respiración. Y emergió él.

Luzbel.

No el demonio, no el príncipe del abismo, no la sombra caída. Sino el primer Querubín. El favorito. El que había nacido para ser belleza encarnada y voluntad divina.

Su piel brillaba como mármol cálido. Su cabello, dorado y largo, fluía como luz líquida. Sus alas eran imposibles de describir sin profanar su esplendor. Siete colores..Cada pluma parecía contener un cielo entero..Un arco iris vivo en guerra contra la oscuridad. Y aun así, se lo veía herido, exhausto. Un rey regresando de su propio infierno..Uriel contuvo el aire, con lágrimas quemando su visión.

—Luzbel…

—No estoy aquí para el Padre —dijo Luzbel, su voz suave pero cortante como cristal divino— Estoy aquí para ustedes.

Extendió la mano. Y la panadería esa pequeña cuna de amor y humanidad se reconstruyó ante sus ojos.

El cristal regresó a las ventanas..La madera volvió a su lugar. Los panes reaparecieron calientes, perfumando el aire con canela y esperanza. La campanita dorada volvió a colgar sobre la puerta. Un latido de vida estalló en el pueblo. Luego otro. Y otro. Las personas que habían muerto respiraron otra vez. Los cuerpos se alzaron del polvo, renacidos, confundidos, llorando sin entender por qué el dolor había desaparecido. Luzbel sonrió triste.

—Volver a crear duele más que destruir.

Uriel sintió que su corazón quería romperse en gratitud. Pero esa paz duró menos que un parpadeo. La tierra se oscureció. Sombras surgieron al borde de cada calle. Primero como manchas. Luego como cuerpos.

El ejército del enemigo.

Criaturas sin forma definida, hechas de gritos, vacío y odio antiguo.mUna marea de almas devoradas y retorcidas. Rodearon al pueblo. Rodearon a Uriel. Rodearon a Luzbel. El enemigo habló, usando la garganta de Asmodeo, ahora alzado como marioneta de guerra.

—Te atreves a devolverles vida… tú, EXILIADO —la voz retumbó, mezcla de abismo y tempestad— Todo lo que tocas se vuelve imperfecto. Déjame corregir tu error.

Luzbel sonrió de lado, con un brillo arrogante, casi antiguo.

—Puedes destruir mil veces criatura sin nombre, pero siempre habrá uno que se rehúse a caer.

Uriel desplegó sus alas rosadas, deslumbrantes, renacidas de luz pura.

—Y siempre habrá quien ame más fuerte de lo que ustedes destruyen.

La risa demoníaca cesó. Solo silencio. Y entonces el enemigo habló con un tono que heló el aire:

—Entonces… mueran juntos.

Las sombras avanzaron. Luzbel dio un paso adelante. Uriel otro, a su lado. Frente a ellos, Asmodeo poseído, perdido, sangrando desde el alma levantó la mano, obligado a atacar a quien más amaba. Su mirada, por un solo segundo, volvió a ser azul de súplica.

Uri… el…

Su voz se quebró en un gemido sofocado por el enemigo. Uriel apretó los dientes hasta hacerse daño. Luzbel levantó su espada de luz fracturada. Uriel encendió su puño con fuego rosado. Al mismo tiempo, el enemigo rugió:

QUE COMIENCE LA EXTINCIÓN.

Y el mundo explotó en caos. En lo alto del cielo, oculto entre nubes violentas, una figura desconocida observaba. Un ángel jamás nombrado. Jamás caído. Jamás redimido. Un testigo del inicio del universo. Sus ojos , tan antiguos que ni la luz recordaba haberlos visto antes, brillaron mientras murmuraba:

—Ha despertado el que no debía despertar.

Y el viento tembló ante la profecía que nadie había oído nunca.

El amor que desafía al abismo es capaz de destruir el Cielo.

La guerra real acababa de comenzar. Y nadie estaba preparado.




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