Su cuerpo era una escultura a medio tallar, hecha de tendones que ardían como hierro blanco y huesos que se formaban a golpes de trueno. Cada fibra gritaba. Cada partícula de luz se desgarraba para hacerse carne. No había belleza en ese renacer. Solo dolor y furia sagrada. Un alarido cortó el silencio.
No fue un sonido humano. Fue el rugido de la luz cuando se rompe, de una plegaria rasgada con los dientes, de un ángel que volvía a nacer envuelto en agonía. Uriel gritaba. Y solo Luzbel podía escucharlo.
Luzbel permanecía de pie, con las alas extendidas, absorbiendo la noche como si fuera veneno tragado por deber. Sus ojos dorados temblaban, brillando como cuchillas mojadas. El poder que le regresaba lo quemaba desde dentro. Y con ese poder venía la condena más cruel: sentir.
Sentir cada estallido de dolor en los nervios de Uriel, como si una estrella se rompiera dentro de su pecho.
Sentir cada latido vacío en el alma de Asmodeo, como si el amor que alguna vez desafió al cielo se estuviera asfixiando. Ese era su castigo. No cadenas de piedra. No mármol. No silencio eterno. No. Su castigo era sentir todo.
Era ver lo que había destruido siglos atrás.
Era mirar la fuerza del amor que él había despreciado. Era saber que ahora quería protegerlo más que a su propia existencia
y aun así no podía tocarlo, ni hablarle, ni consolarlo. El padre lo había condenado a ser testigo. Y Luzbel aceptaba la condena, porque la merecía. Pero dolía.
—Uriel… —sus dedos temblaron, como víctimas del frío, aunque el aire ardía.
Otro grito desgarró la noche. Era puro dolor celestial, sin forma, sin garganta, pero real. Uriel estaba atrapado en ese limbo donde la carne se forja y la esencia sangra. Sus alas rosadas aún no eran alas, solo líneas de luz vibrando, rompiéndose y recomponiéndose, como si fueran pétalos atravesados por tormentas.
Luzbel apretó los dientes. Sabía que no podía intervenir. Sabía que ese dolor era parte del camino. Parte de la purificación final. Pero era un tormento ver a Uriel así al ángel más tierno, más compasivo quemarse para volver a vivir.
Y al mismo tiempo, a pocos pasos Asmodeo seguía de rodillas. Inmóvil. Perdido. Roto. No lloraba ya. Llorar era para vivos que aún tenían esperanza. Sus ojos estaban vacíos. Sus manos presionando la tierra como si su cuerpo necesitara sujetarse al mundo para no desintegrarse también. Cada línea de su rostro decía una sola verdad:
No sé vivir sin él.
Luzbel sintió ese dolor como un aguijón clavado en su alma recién sanada. Ese era también su castigo. Sentir lo que Uriel sentía. Sentir lo que Asmodeo sentía. Ser el puente roto entre el cielo y el amor.
—Perdón… — susurró, y el viento tembló— Perdón por todo.
No podía hablarles. No debía consolarlos. No podía intervenir en el ciclo que él mismo había puesto en marcha cuando había elegido la soberbia hace eones. Pero podía hacer algo.nPodía protegerlos. Sus alas se extendieron grandes, brillantes, cada pluma un color del amanecer mezclado con el oro del alba perdida.
Su poder crecía a cada respiración, a cada dolor que atravesaba su pecho. Era la primera vez en su eternidad que Luzbel quería defender algo más que su orgullo. Quería ser un guardián, no un rey caído. El enemigo aún acechaba en las sombras del mundo, buscando cuerpo, voz y manos. Y cuando regresara, regresaría con hambre de venganza. Pero Luzbel estaba listo. Por primera vez desde que existía él estaba del lado del amor.
—No tocarás a Uriel. No tocarás a Asmodeo. No tocarás el mundo que ellos aman.
Sus palabras no rompieron montañas ni encendieron cielos. Pero hicieron vibrar la tierra como si el infierno mismo retrocediera un paso. Y entonces, un último grito estalló de la luz donde Uriel renacía. No era dolor físico ahora. Era otra cosa. Era amor tan feroz que rompía huesos y reconstruía universos.
Luzbel cerró los ojos, dejando que el sonido lo atravesara como una espada hecha de luz rosada. Sabía que ese dolor era el nacimiento de algo nuevo. Sabía que Uriel regresaría cambiado..Más fuerte de lo que jamás había sido. Más humano. Más divino. Más capaz de amar. Y aún así, dentro de él, un miedo antiguo tembló:
¿Volverá Uriel siendo todavía él?
Porque el dolor transforma.. Purifica. Arde.
A veces tan fuerte que reconstruye. A veces tan fuerte que mata lo que fue antes. Luzbel tragó las lágrimas que nunca había derramado en todos sus eones de existencia.
—Resiste, Uriel —susurró, sin voz— Por favor resiste.
El aire brilló..
Las plumas rosas comenzaron a tomar forma. Un corazón renació, latiendo como el primer amanecer del cosmos. Y Luzbel sintió, por primera vez en su existencia gloriosa y caída, lo que era temer perder lo que se ama. El enemigo no había sido vencido. Pero el amor tampoco.
Y en ese instante suspendido entre dolor y resurrección un nuevo rugido celestial nació dentro de Uriel, mientras el mundo entero contuvo la respiración. Uriel no volverá igual. Asmodeo ya no sabe si puede volver a amar sin romperse. Y Luzbel , por primera vez, teme no ser digno de permanecer a su lado. El enemigo prepara su carne. El mundo olvida. Solo tres corazones recuerdan.
Y la luz está a punto de aprender a arder como nunca antes.