La Promesa Del Ángel

Donde la Luz Descansa

Perspectiva de Asmodeo

El aroma a pan recién horneado volvió antes que cualquier milagro. Pero para mí, el milagro era él.

Uriel. Mi Uriel.

Caminaba lento entre las mesas de la panadería, su delantal blanco manchado de harina, los mechones dorados cayendo sobre su rostro pálido, aún recuperándose y aun así más hermoso que cualquier amanecer creado por el Padre. Cada paso era prudente, suavemente medido, como si su alma reconstruida hacía poco todavía temiera romperse.

Yo lo seguía con la mirada mientras amasaba, mis manos hundidas en la masa tibia, pero mi corazón completamente hundido en él. El cielo podía haberlo llamado mil veces. El infierno podía haberlo reclamado otras tantas. Pero él estaba allí. Conmigo. Vivo. Respirando. Amándome.

Eso era suficiente para derrotar a universos enteros. Uriel giró para tomar una bandeja, y cuando lo hizo, titubeó: un leve temblor en sus alas rosadas, aún débiles, lo delató.
No necesitaba verlo caer para sentir el tirón en mi alma.

Solté la masa sin pensarlo, crucé la cocina, extendí mis brazos y lo sostuve antes de que llegara a perder el equilibrio.

—Despacio, amor —murmuré, mi voz temblando más que sus rodillas.

Él sonrió, respirando hondo como si reconstruyera también su aire, y apoyó la cabeza en mi hombro.

—Lo siento —susurró— A veces olvido que regresé de la nada.

—No regresaste de la nada —corregí, apretándolo suavemente contra mi pecho—
Regresaste de mi fe. De mi amor. De nuestro destino. La nada jamás podría tocarte.

No dijo nada. Solo me abrazó más fuerte, escondiendo su rostro en mi cuello, su fragancia dulce como luz derritiéndose en piel humana. Y en silencio, yo lo agradecí todo. Agradecí haber salido del abismo. Agradecí cada lágrima de su lucha. Agradecí cada segundo que él existiera. Porque si Uriel vivía, yo tenía razón para respirar. Las campanitas de la puerta sonaron. Luzbel entró.

No caminaba flotaba sin esfuerzo, aunque sus pies rozaban el suelo como quien hace una cortesía a la humanidad. Belleza inhumana, ojos dorados, alas que brillaban en siete tonos aunque las plegaba con humildad. Cabello dorado cayéndole en ondas, como coronas líquidas bordeando su rostro impecable. Y todos en la panadería lo miraron.

Siempre lo hacían. Hombres, mujeres, ancianos, niños, almas extraviadas. Todos, sin excepción, quedaban suspendidos un segundo en su presencia, como si recordaran algo sagrado sin comprenderlo.

Uriel, aún envuelto entre mis brazos, alzó la mirada hacia él. Luzbel nos observó, y en sus ojos había un brillo extraño mezcla de admiración, tristeza y una envidia dulce, casi humana. La clase de envidia que sueña, no la que destruye.

—Buenos días —dijo él con una voz como campanas sumergidas en miel— Mientras haya café en este mundo aún habrá esperanza.

Sonreí. Era su forma de decir :

Sigo aquí, sigo luchando, sigo intentando merecerlo.

Uriel se separó apenas de mí, lo justo para verse digno y firme, aunque su mano buscó la mía como quien respira por dos.

—Lo habrá —respondió Uriel con suavidad—
Siempre y cuando no vuelvas a romper las máquinas del café cada vez que te irritas.

Luzbel ladeó la cabeza, fingiendo ofensa.

—En mi defensa, esa máquina me faltó al respeto primero.

La panadería se llenó de risas humanas sin entender la broma. Pero yo sí. Y Uriel también. Porque existía un tiempo en el que ese mismo ser habría destruido un continente entero antes de aceptar un error. Ahora discutía con electrodomésticos. Los milagros vienen en todas las formas.

Se sentó en su mesa habitual la de la ventana, junto a las flores y sacó un cuaderno negro. Escribía. Siempre escribía. A veces poesías, a veces recuerdos, a veces lo que parecía un rezo roto dirigido al Padre, no para pedir perdón, sino para aprender a amar mejor.

A veces escribía sobre nosotros.nY cuando lo hacía, cerraba el cuaderno con fuerza, como si no mereciera mirar algo tan puro..La campana volvió a sonar cuando un grupo de humanos entró..Pero algo en el ambiente cambió. Un escalofrío..Un murmullo invisible..Una sombra demasiado fría, demasiado densa.

Oriundos del pueblo o extraños, no importaba. Las sombras del enemigo se movían entre ellos. Algunos ojos parpadearon lento, demasiado lento, como si el libre albedrío se deshilachara. Uriel también lo sintió; lo vi endurecerse, su luz temblando dentro de él..Le apreté la mano.

—Aún no, amor —susurré en su oído—
Recupera tu luz primero. Déjame protegerte esta vez.

Sus alas se estremecieron, luchando entre deber y amor.

—Pero son inocentes… — murmuró.

—Y los protegeremos. Juntos. Como siempre. Pero no mientras tu alma está curando sus últimas cicatrices.

Sus ojos dorados se clavaron en los míos, vulnerables y feroces a la vez.

—Tienes miedo de perderme otra vez —dijo.

No lo negué.

—Sí..Y si debo sostenerte hasta que vuelvas a ser tan fuerte como eras lo haré.

Él apoyó su frente en mi pecho.

—Te amo —susurró.

Mi corazón ardió como un sol.

—Y yo moriría mil veces sin pestañear para seguir escuchándolo —respondí, la voz rota por amor demasiado grande para caber en un cuerpo mortal o inmortal.

Luzbel levantó la mirada de su cuaderno.
Sus ojos brillaron con algo viejo algo poderoso.

—El enemigo nos observa —dijo, su voz apenas un hilo— Y está aprendiendo.

Su halo brilló en un parpadeo.

—Y esto —añadió mirando a Uriel con una mezcla de respeto y nostalgia paternal—
apenas es el inicio de la segunda guerra.

La puerta tembló. Las luces parpadearon.
Un niño humano comenzó a llorar sin razón aparente. Y Uriel…..Uriel se enderezó. Aún débil. Aún temblando. Pero alzando sus alas rosadas como si desafiara al universo.

—No importa cuántas guerras haya —dijo él— Mientras lo tenga a él —apretó mi mano— siempre venceré.




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