La Promesa Del Ángel

El Pueblo Que Olvidó La Luz

El viento que esa mañana cruzaba el valle tenía filo de invierno. No era un clima normal. Era un susurro quebrado, una respiración del mundo herido.

Donde antes había pan caliente, risas en la vereda, olor a café tostado y harina flotando como nieve dulce… ahora había polvo gris cubriendo los adoquines rotos. Ventanas quebradas. Humo suspendido como una memoria que se negaba a disiparse. El pueblo entero parecía contener el aliento, como si el simple acto de exhalar pudiera romper lo poco que quedaba en pie.

Y en medio de todo eso, caminó Uriel. Su abrigo largo estaba cubierto de ceniza. Sus alas, ocultas bajo la piel humana, ardían en su espalda como brasas contenidas. Sus ojos dorados a pesar del cansancio y el dolor seguían brillando con una determinación que podría haber encendido el cielo entero.

Él no temblaba. Pero su alma sí..La panadería. Su hogar. Su refugio. Su universo junto a Asmodeo. Convertida ahora en un esqueleto carbonizado. Uriel pasó la mano por lo que quedaba del marco de la puerta. La madera crujió, partiéndose como si ya no soportara otro peso.

—Estás aquí —murmuró, bajando la mirada. Una brisa leve movió el polvo, casi una caricia— Aunque el mundo quiera olvidarte… yo jamás lo haré.

Una grieta brilló bajo sus pies..Al principio fue un hilo de luz azul, fina como una fibra de cristal. Pero vibró. Creció. Y se extendió ante él como una herida abierta en el suelo. La tierra gimió. Los adoquines se quebraron. Un destello helado le recorrió las venas, como si algo intentara tocar su mente, buscar su sombra, arrancar su dolor para convertirlo en arma. Uriel apretó los dientes, respirando hondo.

—No tendrás mi alma —susurró.

Porque él ya conocía esta energía: era la marca del enemigo que aún no tenía nombre. Un poder que no era demoníaco ni celestial. Algo primigenio, roto, nacido del odio antiguo, de la envidia hacia la creación misma. Las grietas no venían a destruir edificios. Venían a robar el recuerdo de la luz. Un sonido suave detrás de él. Como campanas de cristal chocando entre sí.

—Uriel.

Él no volteó de inmediato. Su corazón, sin embargo, lo reconoció antes que sus ojos. Ese tono tranquilo. Esa vibración suave. Como la primera brisa tibia de primavera después del invierno.

Luzbel.

Detrás de él, con su forma recuperada y belleza imposible alas iridiscentes plegadas como un arco iris nocturno, Luzbel lo observaba en silencio. Vestía simple, como un humano más, pero luminiscencia latía bajo su piel, lista para desbordarse en cualquier segundo.

—Ha empezado —dijo Uriel con voz baja.

—Lo sé.

Silencio. Pesado como un presagio. Luzbel avanzó, pero se detuvo a medio paso. Casi con respeto. Casi con culpa.

—Has llorado.

Uriel cerró los ojos un segundo. No quería romperse, no ahí. No frente a la memoria de risas, de pan cálido, de manos entrelazadas a la madrugada. De Asmodeo sonriendo sobre harina y azúcar, mientras tocaba su mejilla como si tocarlo fuera rezar.

—Ya no tengo lágrimas —respondió Uriel— Solo propósito.

Una grieta resplandeció más fuerte, como si quisiera tragarlos. Y entonces otra presencia se materializó entre el polvo. No luz. No sombra. Fuego en forma humana. Cabello oscuro cayendo en ondas. Piel pálida. Ojos celestes que antes habían sido un océano tierno ahora rígidos como hielo quebrado. Asmodeo.

No como amante. No como príncipe caído rescatado. Como arma. Su cuerpo no mostraba cadenas, pero Uriel las sentía. En su energía. En su mirada vacía que guardaba gritos que nadie oía salvo él.

Asmodeo y Uriel se quedaron uno frente al otro, inmóviles, en un silencio que rugía. Luzbel tensó las alas, listo para intervenir. Pero Uriel levantó una mano..No en advertencia. En súplica muda.

—Déjame.

Luzbel no se movió, pero bajó la mirada.

Asmodeo dio un paso. El suelo tembló. Su voz salió profunda, dura, como arrastrada desde mil abismos:

—Tú debiste dejarme morir.

Un latigazo en el alma de Uriel..Pero su rostro no se quebró. Era una estatua hecha de amor y tormenta.

—Lo sé. Y aún así, te salvaría cien veces.

Los dedos de Asmodeo se cerraron lentamente, como si sostuvieran una espada invisible. Y por un segundo solo uno los ojos celestes parpadearon. Grietas de emoción. Dolor. Grito interno. Uriel vio todo.

—Amor mío —susurró, suave como una plegaria rota— Estoy aquí.

Las grietas del suelo brillaron más, hambrientas, como si el dolor fuera alimento. Como si quisieran devorar ese amor antes de que se pronunciara. Asmodeo levantó la mano para atacarlo..Y el mundo sostuvo el aliento. Uriel no se movió. Porque amar era no huir.

—Si vas a destruirme —dijo él, con voz temblorosa — entonces que sea mirando mis ojos. Donde siempre exististe.

Asmodeo titubeó. Una sola lágrima no del rostro de Uriel, sino de su alma cayó silenciosa. Y entonces…

Un sonido. Como cristales rompiéndose en un templo. Como mil espejos explotando a la vez. Como una realidad reflejada quebrándose por dentro. No provenía del suelo..Provenía del corazón de Asmodeo.

Él cayó de rodillas, jadeando. Sus dedos se enterraron en el pavimento destruido. Sus alas invisibles temblaron bajo la carne humana. Y un grito mudo rasgó el aire, como si estuviera siendo arrancado de dos mundos al mismo tiempo.

—URIEL… —su voz estaba rota, casi animal, desgarrada de su propio cuerpo— No… no me dejes…

Uriel corrió hacia él. Pero antes de tocarlo, antes de alcanzarlo algo invisible y glacial los empujó. Una fuerza sin forma. Como manos hechas de viento oscuro. Como una burla del destino. Asmodeo fue arrastrado hacia atrás, hacia un resplandor frío que abrió un portal como un espejo líquido y negro. Su cuerpo desapareció entre destellos helados, como si fuera tragado por una boca sin dientes.

Uriel extendió la mano. Rozó sus dedos. Sintió ese calor… esa vida… ese amor. Y perdió el contacto.

—¡ASMODEO! —rugió.




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