La Promesa Del Ángel

El Hijo de la Luz Recuperada

El silencio después del cataclismo era extraño. Demasiado puro. Demasiado limpio para ser real. Como si todo el universo contuviera la respiración mientras algo, alguien, regresaba.

Asmodeo abrió los ojos. No los ojos espirituales, no el reflejo atrapado en un limbo ni el vestigio débil de un alma suspendida. Sus ojos reales, de un celeste que sólo podía existir en un ser que una vez fue gloria bruta y después oscuridad vivida en carne propia.

Las cadenas ya no estaban. El vacío ya no lo sujetaba. El enemigo no poseía ni un susurro, ni un pensamiento, ni una molécula de su esencia. Había recuperado todo. Su cuerpo. Su poder. Su memoria. Y, sobre todo, su capacidad de amar sin miedo. Su pecho se iluminó como si una estrella hubiera decidido nacer ahí, detrás de su esternón. Una corriente dorada y rosa recorría sus venas la luz de Uriel y la suya entrelazadas, indivisibles.

—Estoy libre —susurró, y su voz retumbó como un trueno que despierta montañas.

No era un murmullo. Era una proclamación.
Un renacimiento. A su alrededor, el espacio oscuro donde había sido aprisionado comenzó a fracturarse como un espejo roto por la luz. El enemigo lo había perdido para siempre. Asmodeo pertenecía a la luz. A sí mismo. Y a Uriel.

Y ningún ser, celeste u oculto, lo apartaría otra vez. Él no se había liberado. Se había elegido. La oscuridad retrocedió, siseando, rompiéndose como vidrio ante el fuego sagrado que ahora ardía en él. Un último pensamiento del enemigo rozó su mente, intentando colarse como una sombra final:

Me perteneces

Asmodeo sonrió. No con violencia. No con odio. Con compasión.

—Nunca lo hice. Y nunca lo haré.

Un latido luminoso explotó desde su cuerpo, y la última hebra de influencia se desintegró.
El enemigo quedó sin eco, sin huella, sin puerta.

En ese instante, Asmodeo sintió la respiración de Uriel. Su pulso renaciendo en el mundo terrenal. Su voz temblorosa. Su dolor. Su amor. Y él corrió hacia esa llama como si el universo fuese un puente.

Regreso al mundo

Asmodeo apareció en la tierra envuelto en un remolino de luz celeste y oro. La plaza del pueblo aún reconstruida por la esencia de Uriel lo recibió con brisa fría y silencio sagrado.

Y ahí, frente a él, de rodillas sobre el adoquín, con las manos temblorosas, estaba Uriel renaciendo, jadeando como alguien que vuelve de la muerte… porque lo había hecho.

Cabello largo, dorado y revuelto. Ropa rasgada, piel luminosa. Ojos rosados cristalizados en lágrimas.

Temblando. Humano en su vulnerabilidad.
Eterno en su belleza. Asmodeo se acercó sin hacer ruido, como si temiera romperlo. Pero Uriel lo sintió. Giró. Lo vio. Y en el instante en que lo vio, se quebró. No de debilidad. De alivio absoluto.

—A-Asmodeo…

El arcángel extendió la mano sin poder contener el temblor. Asmodeo cayó de rodillas frente a él y lo abrazó con una desesperación que quemaba. Sus alas celestes rodearon a Uriel con decisión feroz, y Uriel escondió el rostro en su cuello, soltando un sollozo que llevaba siglos de batalla, miedo, amor, fe y dolor. Era el sonido de alguien que al fin vuelve a respirar.

—Nunca te dejé —murmuró Asmodeo entre su cabello— Nunca me tuviste que salvar solo, Uriel. Yo estaba buscando el camino de regreso.

Uriel lo apretó más fuerte, como si pudiera anclarlo a la realidad con su abrazo.

—No me importa cómo —susurró, voz rota— Solo estás aquí. Eso… eso es todo.

Asmodeo lo separó apenas para mirarlo a los ojos.

—Siempre estaré —prometió.

Uriel le tocó el rostro con ambas manos, tembloroso, como si confirmara que no era un sueño. Y entonces, muy quedo, como quien entrega su corazón sin guardarse nada, dijo:

—Eres mi milagro.

El cielo vibró silenciosamente. El aire tembló. Habían vencido. Juntos.

Sombras al borde del mundo

Muy, muy lejos, en un rincón del universo donde ni la luz ni la oscuridad tenían nombre, algo abrió los ojos..El enemigo, ahora herido, sin forma clara, sin control sobre Asmodeo, sin poder sobre Uriel pero aún vivo..Observando. Aprendiendo..Esperando. Una grieta negra cruzó el vacío como una sonrisa sin boca.

Nada eterno se rinde sin pelear por última vez.

La guerra había cambiado. No terminó. Solo estaba mutando. Y aquella presencia sabía ahora el talón de Aquiles de los seres celestiales:

El amor.

Lejos de ellos, en la penumbra entre mundos, una chispa oscura se condensó adoptando una forma casi humana..Dos ojos sin pupila se abrieron.

—Si no puedo poseer su luz… la apagaré yo mismo —susurró el enemigo, esta vez con voz.

Y caminó hacia la tierra..El verdadero final estaba apenas comenzando.




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