La Promesa Del Ángel

La Luz Que No Recuerda

El cielo entero parecía suspirar cada vez que Uriel pasaba. No porque su presencia fuera una bendición como siempre lo había sido sino porque ahora era un recordatorio doloroso de algo que los mismos cielos no podían remendar.

El color rosado de sus alas seguía ahí, suave, puro, vibrando de luz celestial. Pero su brillo había cambiado. No irradiaba calor, sino distancia. El más dulce de los arcángeles caminaba ahora como una sombra.

En los jardines sagrados, entre lirios que flotaban sobre el aire y luz líquida que caía como lluvia dorada, Uriel avanzaba en silencio. El resto de los seres celestes se detenían al verlo. Querubines que solían correr a abrazarlo, ahora se quedaban quietos, confundidos..Serafines inclinaban sus cabezas con profundo pesar. Incluso Gabriel, que alguna vez fue su reflejo emocional, no sabía qué decir.

—Uriel… —susurró Gabriel, acercándose con cautela.

Uriel no lo miró. Sus ojos dorados parecían mirar siempre hacia algún lugar más allá de la realidad..Un espacio vacío. Un recuerdo sin forma.

—¿Necesitas algo… hermano? —La pregunta fue tan fría, tan extraña en él, que Gabriel sintió un latigazo en el alma.

—Te extrañamos —respondió Gabriel, casi con voz de niño— No eres tú últimamente…

Silencio.

Jardines perfectos. Luz eterna. Colores divinos. Y dentro de Uriel nada. Un hueco silencioso que dolía como si un millón de alas hubieran sido arrancadas desde dentro. Pero él no sabía por qué. Solo sabía que faltaba algo.

—Estoy donde debo estar —murmuró al fin, sin emoción.

Gabriel tragó.
No era cierto.
Todos lo sabían.

Uriel siempre había sido música suave, risas cristalinas, ternura vibrante. Ahora solo quedaba un eco roto. Miguel lo observaba desde la distancia, con los brazos cruzados, su luz azulada rígida como acero.

—Rompería mis votos solo para devolverle lo que perdió —susurró.

Rafael, a su lado, bajó la mirada.

—No es lo que perdió… —dijo en voz baja— es lo que le quitamos.

Gabriel cerró los ojos.

—Y fue necesario.

—Sí —admitió Miguel—. Pero necesario no significa justo.

Los tres miraron a Uriel, aislado en medio de un paraíso que ya no sentía como hogar. Sus alas temblaron apenas, como si una brisa invisible rozara un recuerdo enterrado.

—A veces —susurró Rafael— me pregunto si el amor que le quitamos era parte del plan… o parte de la prueba.

—Ambas cosas —contestó una voz suave desde el aire.

Fue la voz del Padre. No había forma física, solo presencia.

Los arcángeles se arrodillaron. Pero Uriel permaneció de pie, mirando el horizonte sin comprender que el Creador estaba allí. El Padre habló únicamente para ellos:

No es olvido lo que lleva. Es una memoria sellada por misericordia.

Un silencio pesado siguió.

Lo que el amor construye, ni el cielo ni el abismo pueden destruir. Solo dormirse.

Gabriel alzó el rostro, lágrimas de luz cayendo.

—¿Entonces… Uriel puede…

Sí.

Rafael respiró hondo, temblando.

—¿Pero por qué permitirle sentir ese vacío? ¿Por qué dejarlo sufrir así?

Porque quien ama y no recuerda quien amó, aprende a sentir el amor por encima de la memoria.

Los tres quedaron mudos. Y mientras tanto Uriel, sin escuchar nada de aquello, apretó su pecho. Un dolor agudo, punzante, como una espina en el corazón.

—¿Por qué…? —susurró, temblando.

Gabriel dio un paso, pero el Padre lo detuvo con su voz.

No lo toques. No lo consueles. Su corazón busca solo un nombre.

Uriel llevó una mano a su mejilla..Una lágrima. Pero los arcángeles se aterrorizaron. No era dorada. Ni translúcida. Ni celestial. Era humana. Salada. Dolorosa. La primera lágrima verdadera de Uriel desde que estaba en la Tierra. Se sintió solo. Desgarradoramente, infinitamente solo.

—¿Qué… me falta? —susurró, la voz rota, casi infantil.

No obtuvo respuesta. No todavía. Las flores celestiales temblaron. La luz del cielo parpadeó. Y muy lejos, en la tierra olvidada, un corazón comenzó a agitarse sin motivo aparente. Un alma que no recordaba pero cuyo pecho dolía cada vez que el viento rosaba el aire.

Asmodeo, sin saber por qué, dejó caer una taza en la panadería. Su mano tembló. Un vacío lo atravesó también. Dos almas enlazadas. Dos memorias selladas. Dos corazones llorando uno por el otro sin saber por qué. Arriba, en los jardines eternos, Uriel susurró una palabra sin entenderla:

Mi

Y se ahogó en silencio. Porque su corazón sabía un nombre aunque su mente no pudiera recordarlo. El Padre habló una última vez:

El amor no está perdido. Solo está buscando el camino para volver.

Y el cielo empezó a temblar. En lo profundo del abismo eterno. Algo despertó. Algo que había esperado el momento en que la luz estuviera incompleta y vulnerable. Una risa, suave, contenida, monstruosa.

—Ahora sí… —susurró el Enemigo— La luz está sola.

Y la oscuridad comenzó a moverse otra vez.




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