La eternidad tenía un silencio pero Uriel solo escuchaba vacío. Caminaba entre jardines celestiales donde flores de luz florecían sin marchitarse jamás. Las fuentes cantaban como almas felices y el coro eterno entonaba melodías sagradas para honrar la gloria del cielo. Pero nada de eso lo tocaba.
Su corazón no respondía. Su alma no respiraba paz.
Era un ángel incompleto..Sus alas rosadas estaban plegadas, como si incluso ellas hubieran olvidado cómo brillar con gozo. Su mirada dorada se perdía en la inmensidad sin verla realmente..Un ángel perfecto en apariencia. Un abismo viviente por dentro. Hasta que un susurro una chispa diminuta abrasó su mente:
Uriel…
No fue un sonido externo. No fue un recuerdo consciente. Fue el eco de una emoción demasiado inmensa para ser enterrada.
Y la tierra celestial tembló cuando su pecho ardió en dolor. El sello en su mente, esa prisión dorada impuesta para protegerlo o encerrarlo brilló con violentos reflejos, intentando contener lo inevitable.
No recuerdes. Es por tu bien.
La voz del sello. La voz de su condena. Uriel cayó de rodillas, jadeando, sus alas sobresaltadas, sus manos sobre su corazón como si estuviera desgarrándose desde dentro.
—¿Q-qué… es esto? —susurró, temblando.
Y entonces llegó el segundo eco, más fuerte, más real, más insoportable:
Amor…
Su corazón explotó en luz. El sello crujió como cristal rompiéndose contra mármol. Una imagen apareció repentina: Cabello oscuro. Ojos llenos de devoción. Labios que decían su nombre como si fuera un himno. Cada caricia un voto eterno. Asmodeo. Todo volvió. Todo.
El primer beso envuelto en harina. El abrazo bajo la lluvia. El sacrificio. La muerte. La resurrección. El juramento eterno. Uriel gritó, un sonido que atravesó cielo y tiempo y memoria. Era dolor, amor, furia, pérdida, destino, verdad. Y el sello estalló.
La luz rosada lo rodeó, salvaje, furiosa, divina. Más brillante que cuando fue creado.
Más pura que cuando cantó su primer himno al padre. Sus alas se desplegaron completas, inmensas, resplandecientes, vibrando con una ira que jamás había sentido. Las huestes detuvieron su canto.
Los ángeles dejaron caer sus instrumentos. Rafael y Gabriel aparecieron al instante, alarmados, temerosos, sabiendo qué significaba ese despertar.
—Uriel —Rafael murmuró —, escúchanos.
Pero Uriel ya no era el ángel dócil y dulce de antes. Era un ser completo ahora. Un ángel que había conocido el amor, la pérdida, el sacrificio… y la traición divina.
—¿Por qué? —su voz retumbó en el cielo como un trueno— ¿Por qué me arrebatasteis aquello que me hacía completo?
Gabriel dio un paso, extendiendo la mano en súplica.
—Fue necesario. El padre
—¿El padre? —Uriel lo interrumpió, con brillo hiriente en su mirada—. ¿Y mi voluntad? ¿Mi elección? ¿Mi corazón? ¿Mi amor? ¿Me creéis un niño para decidir por mí?
El cielo entero contenía el aliento. La voz del Padre surgió entonces, no como trueno, sino como eternidad:
Porque debías regresar.
Uriel apretó los puños, temblando de una furia que jamás había sentido, una furia nacida del amor más puro.
—¿Y debía volver… roto? ¿Vacío? ¿Destino o no, Padre, ese dolor me destruyó?
Silencio absoluto. El universo entero, por un instante, pareció inclinarse hacia Uriel, como si incluso la creación esperara la respuesta del Creador. Pero no llegó. El silencio fue la respuesta divina. Y ese silencio ardió más que el fuego del abismo. Gabriel intentó calmarlo, casi suplicante:
—Hermano, por favor no sigas este camino. Tus emociones son fuertes no queremos verte caer.
Uriel cerró los ojos. Respiró hondo. Y cuando habló, su voz fue calma… pero acerada.
—No caeré. No mientras exista amor en mí. Mi caída sería renunciar a él.
Sus alas brillaron como mil amaneceres.
—Yo elegí a Asmodeo. Y lo seguiré eligiendo. Contra el cielo. Contra el abismo. Contra el tiempo mismo.
Rafael tembló.
—Uriel… aún no puedes ir a él.
La luz de Uriel se sacudió, impaciente, casi explosiva.
—¿Por qué?
El Padre habló otra vez, sereno… pero implacable:
Porque aún no es el tiempo. Porque él debe recuperar su alma sin tu ayuda directa.
Uriel apretó la mandíbula..La obediencia celestial tironeó de sus alas..El amor tironeó de su alma. Era un equilibrio imposible. Y él estaba rompiéndose otra vez.
—Entonces —susurró, dolor puro en cada palabra—… me quedo.
Gabriel exhaló en alivio. Pero Uriel lo miró con una calma peligrosa.
—Pero cuando llegue el momento ni cielo ni infierno me detendrán.
Sus hermanos retrocedieron un paso. Por primera vez temieron a Uriel. No a su poder. Sino a su determinación divina. La luz de Uriel se suavizó, pero su mirada no. Asmodeo era su destino. Y el cielo mismo tendría que aprender a vivir con ello. En la tierra, Asmodeo se despertó de golpe, ahogado en lágrimas sin saber por qué. El nombre surgió de sus labios sin permiso:
—U… riel…
Luzbel observó desde la ventana. El aire tembló de energía nueva. Y desde algún rincón invisible del cielo, una voz susurró…
Nuestro amor no se borrará. Nunca.
Uriel lo había recordado. Y el universo tendría que ajustarse a eso.