El cielo seguía brillando. Las flores eternas seguían danzando. Los coros seguían cantando. Pero Uriel no. Él caminaba como un ángel recién roto y recién renacido.
Su luz envolvía los jardines como un amanecer rosado que los demás no se atrevían a tocar. Ya nadie se le acercaba. Nadie sabía qué decirle. Nadie tenía el derecho. Su corazón latía como si buscara algo alguien. Como si el amor lo estuviera llamando desde muy, muy abajo. Y lo estaba.
En la tierra, Asmodeo estaba frente al horno de la panadería. Harina en los dedos. Cabello oscuro despeinado. Mirada perdida y triste.
Ya no recordaba el nombre que lo completaba..Pero lo sentía en la piel. En el aire. En la luz que caía por la ventana. Un amor sin rostro, sin nombre, sin memoria pero tan inmenso que quemaba. El pan se quemó. No le importó. Se sostuvo en la mesada, jadeando como alguien que emerge de un sueño que fue vida. Su pecho dolió como si se estuviera partiendo desde dentro.
—…él —susurró, sin saber por qué—. ¿Dónde estás?
Su alma tembló. El cristal que encerraba su memoria se resquebrajó apenas. Un destello rosado cruzó sus ojos. Luzbel lo observaba desde una mesa, en silencio, con un libro cerrado entre sus manos.
El antiguo querubín sabía exactamente lo que estaba ocurriendo. Asmodeo no recordaba pero su alma sí. Y Uriel lo estaba sintiendo. En el cielo, Uriel se detuvo. Su respiración se quebró. Su mano fue directo a su pecho como si algo invisible tirara de él con brutalidad. Un susurro atravesó su mente.
¿Dónde estás?
La voz no era voz. Era alma. Era amor. Era la cuerda que nunca debió romperse. Uriel cayó de rodillas, lágrimas silenciosas cayendo sobre el mármol celestial. Miguel apareció a su lado en un destello de luz dorada-rojiza, alarmado.
—Uriel —dijo con suavidad, arrodillándose frente a él— ¿Qué sucede?
Pero Uriel no lo miró. Por primera vez desde que regresó al cielo habló el verdadero Uriel.
—Él me siente —susurró, casi sin aliento—. Aunque no recuerda… su alma me está llamando.
Un temblor de luz recorrió sus alas rosadas.
—Eso no debió ser posible —murmuró Miguel, horrorizado y maravillado a la vez.
Rafael apareció a su otro lado.
—El vínculo… sobrevivió —dijo con reverencia, como si hablara de un milagro.
Gabriel llegó último, sin palabras. Solo observando al hermano que habían intentado proteger y que ahora temblaba entre sus manos.
—Déjenlo ir —fue la voz profunda que retumbó desde los cielos.
El Padre había hablado. Los arcángeles se apartaron. En silencio. Sabiendo que estaban presenciando algo sagrado. Uriel se puso de pie lentamente. Sus ojos estaban mojados y brillaban como estrellas recién nacidas.
—No puedo… no debo abandonarlo —susurró, mirando al horizonte donde la tierra resonaba con su alma gemela.
Desde los cielos un murmullo eterno respondió:
El amor verdadero no se rompe. Solo se prueba.
La tierra llamó. Su corazón respondió. Y el cielo ya no podía detenerlo. En la panadería, Asmodeo dejó caer la bandeja al suelo cuando sintió algo arder en su pecho. Un estremecimiento. Un golpe. Una voz sin voz:
Mi luz…
Sus ojos se abrieron. Un flash rosado cruzó su visión. Su corazón empezó a latir demasiado fuerte.
Su mano tembló sobre su pecho. Luzbel se puso de pie, mirándolo como quien sabe lo inevitable.
—Él viene —susurró Luzbel.
Asmodeo no lo entendía. Pero lo sintió. Algo dentro de él gritó. Una parte olvidada despertó y ardió. Y entonces, como si el universo contuviera el aliento…
Las puertas de la panadería se abrieron solas. Una brisa rosada, suave, cálida, imposible, entró como si el amanecer hubiera tomado forma humana.
Pasos.
Lentos.
Seguros.
Dolorosos.
Decididos.
Asmodeo se giró. Y ahí estaba él. Uriel. Cabello largo dorado ondeando como hilos de luz. Ojos dorados húmedos pero encendidos. Ala rosada extendiéndose detrás de él con majestad pura. No dijo una palabra. No fue necesario. Asmodeo sintió que algo explotaba dentro de su alma. Su corazón se rompió y se reconstruyó en un solo segundo..Sus labios temblaron.
—…¿yo te… conozco? —susurró, la voz quebrándose.
Uriel avanzó un paso. Solo uno. Pero fue como si se acercara un universo entero.
—Amor —respondió, con un hilo de voz roto y celestial.
Y la última barrera dentro de Asmodeo estalló. Sus rodillas fallaron. Sus lágrimas cayeron sin permiso. Su alma gritó su nombre sin recordarlo.
—No sé quién eres… —jadeó— pero duele no haber estado contigo.
Uriel lo sostuvo antes de que tocara el suelo.
Lo abrazó como quien vuelve a respirar después de haber muerto. Cuerpo contra cuerpo. Latido contra latido. El aire tembló. El mundo se detuvo. Luzbel bajó la mirada, sabiendo que presenciaba el tipo de amor que ni la eternidad podía quebrar. Uriel hundió el rostro contra el cuello de Asmodeo, sus lágrimas quemando de emoción pura.
—No temas —susurró, voz temblorosa— Estoy aquí. No importa quién lo ordene ni cuánto intenten separarnos. No volveré a irme.
Asmodeo lo abrazó de vuelta, desesperado, confundido, rendido al sentimiento que lo aplastaba y liberaba a la vez.
—Por favor… no me dejes solo… —susurró contra su piel.
Uriel cerró los ojos. Besó su frente. Un beso suave, santo, eterno.
—Nunca más.
Su luz envolvió a Asmodeo en un halo cálido como si el cielo hubiera bajado a la tierra solo para abrazarlo con él. Pero justo entonces…
La sombra volvió a moverse..El enemigo no había terminado.
Una grieta se abrió en la calle afuera. Un susurro oscuro serpenteó el aire:
Amor no es fuerza es debilidad.
Uriel lo oyó.
Luzbel lo sintió.
Asmodeo lo tembló.
Y Uriel, sin apartarse ni soltar a Asmodeo, sus ojos de ángel ardieron: