El amanecer comenzaba a pintar de dorado los edificios silenciosos del pueblo. Dentro del pequeño departamento, la luz entraba como una bendición lenta, cálida, respirable.
Uriel abrió los ojos lentamente. No con el sobresalto de un guerrero, sino con la serenidad de quien amanece en el lugar exacto donde pertenece. Asmodeo lo sostenía aún, medio dormido, su brazo firme rodeando su cintura como si temiera que un mal sueño lo reclamara.
Pero Uriel estaba ahí. Respirando. Vivo. Y en paz. Asmodeo murmuró, sin abrir los ojos:
—No te pienso soltar jamás.
Una sonrisa, pequeña, milagrosa, curvó los labios del arcángel rosado.
—Lo sé.
Y por un instante, el universo fue simple.
Bajaron a la panadería. El aroma a pan tibio y café recién molido recibía a los pocos clientes que comenzaban su día, ignorantes del universo que se mantenía en equilibrio en esa misma calle.
Uriel llevaba el cabello suelto, largo, dorado en las puntas como si guardara trozos de cielo. Asmodeo lo observaba desde detrás del mostrador como si cada movimiento suyo fuera un verso celestial. Y entonces, Luzbel entró. No como la estatua rota que había sido. Ni como el rey oscuro de antaño. Entró como el ser que renació para escoger la luz por voluntad propia.
Sus alas plegadas brillaban levemente con tonos perlados. Sus ojos dorados tenían un matiz nuevo: algo profundo, humano, capaz de sentir la herida de otros. Uriel lo miró. El silencio entre ambos no fue tensión. Fue una memoria compartida, reconocida sin necesidad de palabras. Luzbel se acercó, su voz baja, sin rastro del orgullo antiguo.
—Tu luz volvió a nacer, Uriel. Y yo… —hizo una pausa, como quien aún no cree su propia existencia— también desperté otra vez.
Uriel bajó la mirada. Sus dedos rozaron la superficie de la mesa como si leyera allí los fragmentos de su alma rota.
—Desperté para recordar y sufrir —dijo—. Y aun así, lo volvería a hacer. Porque olvidarlo.… fue peor que morir.
Luzbel lo sostuvo con los ojos, sin huir.
—El amor te quebró. Y aun así lo elegiste. Eso te hace más que un arcángel, Uriel. Te hace infinito.
Uriel tembló. Luzbel extendió su mano, y Uriel la tomó. No como hermanos. No como enemigos que se redimen. Como seres que al fin se entendían. El perdón entre ellos se sintió como una ola de luz que los atravesó. Una sanación mutua. Un puente eterno.
—Gracias —susurró Uriel.
Luzbel asintió.
—Cuídalo. Cuida lo que te hace eterno.
Se refería a Asmodeo. Y Uriel lo sabía.
Más tarde, cuando el sol caía naranja sobre el pueblo, Asmodeo y Uriel regresaron al departamento. La puerta se cerró. El mundo quedó afuera. Asmodeo deslizó los dedos por la espalda de Uriel, lento, trazando la forma de las cicatrices invisibles donde alguna vez estuvieron cadenas y dolor. Uriel sintió su piel encenderse bajo ese toque, como si cada fibra recordara quién lo había devuelto a la vida.
—Dímelo —susurró Asmodeo— Dime que estás aquí conmigo. Que ya nadie podrá arrancarte de mí.
Uriel tomó sus manos y las llevó a su pecho.
—Estoy aquí —respiró—. Y si volviera a morir por ti, lo haría mil veces más.
Sus frentes se unieron. Sus alas rozaron, acariciando aire y luz. Los cuerpos se buscaron no con prisa, sino con necesidad devota. Uriel rodeó el rostro de Asmodeo, sus dedos rozando la línea de su mandíbula como si tallara eternidad.
Su beso fue profundo, lento, pero ardiente en alma. No fue pasión ciega. Fue devoción. Fue dos mitades que se reconocían completas solo al tocarse. Uriel gimió suave, no por dolor, sino porque el amor, cuando es tan grande, duele un poco al entrar en un cuerpo mortal.
Asmodeo lo sostuvo más fuerte.
—Mi ángel… mi luz…
—Mi amado —respondió Uriel, quebrándose de pureza.
En ese pequeño departamento, entre paredes humanas y una cama sencilla, se celebraba algo más grande que los cielos mismos:
Un amor que sobrevivió al olvido, a la muerte y a Dios.
La noche cayó. Luzbel caminaba solo bajo la luna, su abrigo largo ondeando como un eco de alas sagradas. Observaba las luces en las ventanas, la vida, el silencio hermoso de un mundo que respiraba sin saber cuánto se jugaba por él. Y fue entonces que el aire se quebró. No como la llegada de demonios usuales. No como sombras invasoras.
Sino como un latido. Un temblor profundo. Una presencia nueva. Una forma que no era humo ni voz: Era cuerpo, carne y luz retorcida. El enemigo había tomado forma. Desde el límite de la calle, una figura emergió. Alta. Elegante. De ojos blancos sin pupilas y sonrisa lenta como una chispa peligrosa aprendiendo a ser fuego. Su voz fue susurro y trueno:
—Qué hermoso es el amor que destruye cielos. Y qué placentero será arrancarlo de raíz.
Luzbel apretó la mandíbula. Sus alas se desplegaron en un estallido de luz multicolor que iluminó la calle como un amanecer violento.
—No tocarás su luz —dijo, cada palabra un filo.
El enemigo sonrió más.
—Lo haré, Querubín.
La sombra avanzó.
—Porque ahora… yo también tengo cuerpo.
En el apartamento, Uriel abrió de golpe los ojos. Lo sintió. Una pulsación oscura recorrió su pecho. Asmodeo también lo sintió y tembló..Y desde la calle, un murmullo llegó como un eco helado:
Al fin puedo destruirlos con mis propias manos.