La Promesa Del Ángel

Arco Del Tiempo II

El latido bajo la ceniza

El olor a café frío y vidrio roto todavía flotaba en el ambiente cuando Uriel quiso volver a respirar. La panadería era una herida abierta: migas como polvo de estrellas muertas, el mostrador astillado, la campana alineada en un ángulo imposible, como si el tiempo hubiese tropezado allí. El vacío que dejó Asmodeo, en cambio, no tenía forma. Era un hueco en el aire. Una ausencia que pesaba.

No lloró. Se limpió la sangre de los nudillos con el borde del delantal y retiró, con paciencia obstinada, los fragmentos de la barrera que habían cedido cuando la presencia se retiró. Luego se arrodilló y pasó la palma por el suelo, como si leyera una página invisible.

Cerró los ojos. El mundo se redujo a una respiración.

—Asmodeo… —susurró.

Algo, muy pequeño, vibró bajo sus dedos. No era magia abierta: era un resto de decisión. Un gesto diminuto grabado contra la nada. Uriel sonrió sin alegría; reconocía la tozudez disfrazada de caricia.

Allí, sobre el mosaico ennegrecido, había una huella, no de pisada, sino de harina: un semicírculo y dos trazos que, si uno no supiera mirar, serían nada. Pero él lo conocía. Lo había visto jugar con esa misma harina en tardes sin guerra, en mañanas de pan y música: Asmodeo marcaba el mostrador con el meñique cuando estaba preocupado, dejaba la señal como quien aprieta un escapulario. El trazo formaba una media luna abierta hacia el este.

Una dirección. Uriel se incorporó con la calma del que se sostiene del borde de un abismo. Colgó el delantal, recogió la espada invisible que solo respondía a su llamada, y salió a la calle con el pelo aún pegado a la frente por el sudor y la luz.

El pueblo parecía haber aprendido a tener miedo. Las persianas entreabiertas eran párpados que no se atrevían a mirar. A lo lejos, el campanario la aguja que partía el cielo seguía entero. El este. Allí..Caminó. Luzbel lo interceptó a mitad de cuadra, los ojos dorados encendidos en una furia que ya no escondía.

—Voy a encontrarlos —dijo Uriel antes de que preguntara. La voz le salió áspera, bellísima, peligrosa— Y voy a escuchar lo que quiere que escuche. Pero voy a elegir qué hacer con eso.

Luzbel asintió. Hubo un segundo en que su mano casi le tocó el hombro, pero la retiró. No por distancia, sino por respeto.

—El enemigo no crea —murmuró, como si se hablara a sí mismo—. Imita. Copia, invierte, vacía. Su poder es la distancia. Su placer, la repetición.

Uriel torció una sonrisa de canto de vidrio.

—Entonces hoy va a aburrirse.

Y siguió. El campanario olía a cera apagada y piedra vieja. Arañazos diminutos marcaban el piso: no de garras; de zapatillas. Asmodeo. Subió los escalones de caracol sin hacer ruido. En cada giro, el eco devolvía sus propios latidos. En el rellano previo a las campanas, lo encontró. No a Asmodeo. A lo que había dejado.

Un hilo azul, tan fino que era casi aire, colgaba de una grieta en la piedra. Un filamento de pluma, quebrado de raíz. Uriel lo rozó. El hilo se volvió luz un segundo y le quemó el dedo como una promesa. Se llevó el filamento al corazón. La temperatura del mundo cambió..Las campanas, inmóviles, sonaron sin moverse. No fue sonido. Fue memoria.

Vio: Asmodeo empujando la puerta con el hombro, la respiración entrecortada, la sombra detrás de sus ojos como una marea que sube; el enemigo estirando dedos por su columna como raíces, buscando anclas; y Asmodeo, a pesar de todo, torciendo el cuerpo para golpear la piedra con la pluma y dejar el hilo prendido, un rastro, un estuve aquí.

—Orgulloso —susurró Uriel, y el orgullo le dolió como un hueso en mal tiempo.

Entonces el campanario habló. No con voz, sino con relieves. Uriel alzó la vista: un friso antiguo, tallado cuando el pueblo era apenas una promesa, corría por la bóveda. Ángeles y soles, un río que partía la piedra, y entre ellos una figura sin rostro. No era demonio. No era santo. Era una ausencia esculpida.

Un hueco con contorno. A su alrededor, pequeñas manos de piedra de niños, de mujeres, de viejos elevaban ofrendas; del otro lado, ángeles agrícolas risas, trigo, agua le daban la espalda.

Hubo un segundo en que Uriel creyó reconocer la geometría del dolor. El friso se volvió escena. La piedra se licuó. El pasado se abrió como un libro que siempre había estado en sus manos. El mundo antes del mundo.

Cuando la Luz habló por primera vez, no todo escuchó. Hubo una porción diminuta del recién nacido universo que no supo oír la música, que se quedó a mitad de nota, como una respiración detenida. No era maldad. Era falta. Donde la Luz separó, el Hueco quedó entre medias. No arriba ni abajo. No a favor ni en contra. En medio. El primer silencio entre dos latidos. Ese fue su origen. Y su pecado original: querer ser algo, sin poder amar nada.

Uriel vio, supo, escuchó, recordó, que cuando el amor apareció por primera vez en el tejido del mundo, el Hueco deseó. No comprender, no pertenecer: poseer. Lo único que podía hacer, sin canción y sin forma, era vaciar para parecer lleno. Des-atar para parecer atado. Deshacer para imitar la creación.

Por eso los príncipes del abismo habían sido útiles para él: eran escultores de sombras. Pero no los necesitaba. El Hueco no necesita siervos. Necesita sustituciones.

Una última imagen lo atravesó: el Hueco, acercándose a una estrella de primera hora para callarla y sostener, orgulloso, su cadáver de luz. Un trofeo inútil. Cuando la visión cedió, Uriel estaba de rodillas con la mano en el friso, jadeando.

—Te vi —dijo, con una calma de filo— Primer Silencio. Mitad de nada. Con esto me basta.

La piedra se enfrió. El campanario volvió a su edad. El hilo de pluma pesó un gramo más en su mano.

Un chasquido detrás.

Uriel giró la cabeza sin levantarse. El aire olía a humedad de sótanos y a risa que nunca llegó a nacer.




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