El tirón fue seco, brutal, como si un dios hubiese cerrado su puño sobre el espacio mismo. Uriel no cayó hacia adelante; fue arrancado del mundo, absorbido por una fisura que no pertenecía ni al cielo, ni a la tierra, ni al abismo. La oscuridad lo tragó sin ceremonia.
Su cuerpo atravesó un vacío tan denso que la luz de sus alas esa luz que jamás lo había abandonado chisporroteó como una vela en tormenta. No podía respirar. No podía ver. No podía oír. Solo latidos. Uno suyo. Uno ajeno. Uno que él reconocería aunque el universo muriera y renaciera mil veces.
Asmodeo.
No hubo suelo al final de la caída..Hubo un impacto de luz. Como si el mundo hubiese decidido recordarlo en el último momento, Uriel aterrizó sobre una superficie inmensa y silenciosa: un lago pero no de agua. Era un espejo vivo, una piel líquida que reflejaba todo lo que él había sido y todo lo que había negado ser.
Su reflejo lo miró desde abajo, respirando al mismo ritmo. Pero no tenía alas. No era un ángel. Era Uriel humano: cabello húmedo, ojos dorados sin brillo sobrenatural, pecho subiendo y bajando como si la vida fuera un acto prestado.
—Esto no es real —murmuró, pero su voz no tenía eco. Como si el lugar no creyera en palabras.
Un ruido sutil lo interrumpió. No viento. No agua. Pasos.
Un cuerpo emergió entre las sombras, caminando sobre el lago como si fuera tierra firme. Su silueta era la de un hombre joven, vestido de negro, cabello oscuro cayéndole sobre los ojos… y esas alas, aquellas alas celestes que Uriel habría reconocido incluso dormido.
—Asmodeo…
El nombre salió como un suspiro quebrado. Pero el rostro que lo miró no contenía amor, ni rabia, ni recuerdo. No contenía nada. Los ojos eran dos pozos donde la luz moría sin hacer ruido. Asmodeo caminó hasta él y lo sostuvo del mentón, con una suavidad fría, un gesto que antes siempre fue hogar. Esta vez, era un filo.
—¿Me conoces? —preguntó Asmodeo, pero su voz estaba hueca, como si la hubiese prestado un fantasma.
Uriel tragó saliva, la garganta ardiendo.
—Sí. Te amo, incluso aquí. Incluso si no recuerdas. E incluso si esto no es realmente tú.
Los ojos de Asmodeo parpadearon. Una vibración casi imperceptible recorrió su cuerpo, como si una emoción desconocida hubiera intentado nacer y hubiese sido estrangulada antes de hacerlo. El Hueco habló usando su boca:
—El amor no es poder. El amor es rendición.
Y tú has rendido más que cualquier criatura que haya sangrado luz.
Uriel resistió el impulso de retroceder. No era miedo lo que sentía. Era dolor. Dolor puro, limpio, primario.
—¿Qué quieres? —susurró.
Asmodeo o aquello que lo vestía inclinó la cabeza, sonriendo sin calor.
—Quiero que falles..Y quiero que él lo vea.
Un chasquido..El lago estalló en mil reflejos.
Y Uriel vio: el teatro derrumbándose, el pueblo gritando, las calles manchadas de ceniza y lágrimas. Vio a Luzbel afuera del túnel, de pie, con la espalda recta y la mirada ardiendo, su espada invisible en mano, gritando su nombre que nadie podía oír. Vio a los humanos que él había amado como a niños perdidos olvidándolo otra vez, como si la creación se negara a recordarlo.
Y peor: vio a Asmodeo el verdadero, encadenado en una celda sin tiempo retorcerse tratando de gritar su nombre, pero sin voz, sin aire, con la desesperación perforándole el pecho. El Hueco susurró:
—Puedes salvarlo solo si renuncias a tu forma. A tu luz. A tu eternidad. A tu memoria. Sé carne, Uriel. Sé mortal. Sufre como ellos. Olvídate como ellos. Muere como ellos.
El mundo vibró. La tentación era un filo helado sobre su alma. Ser humano.
Ser solo abrazo y piel y respiración y miedo y risa y dolor. Perderlo todo..Ganar ¿qué?
Uriel tembló..La humanidad era hermosa.
Y aterradora, frágil, bendita, cruel..Y él la había amado siempre desde arriba..¿Ser parte de ella? ¿Dejar de ser ángel?. El Hueco sonrió con todos los dientes invisibles de su vacío.
—Hazlo, Uriel. Sé como él. Sé lo que él fue.
O míralo romperse para siempre.
Asmodeo sin vida en los ojos, sin calor en las manos se inclinó hacia él, sus labios rozando los de Uriel como una burla cruel de algo que había sido sagrado. Y entonces el mundo cambió. Porque el Hueco esperaba que Uriel eligiera entre él y su divinidad. No conocía el corazón de los ángeles..No conocía a Uriel..El arcángel sonrió..Un susurro apenas audible escapó de sus labios:
—Yo no elijo entre cielos..Yo los creo.
Y lo abrazó..No a la ilusión férrea. No al enemigo. A Asmodeo..Y en ese gesto imposible tan simple y tan devastador la ilusión se resquebrajó. El mundo vibró. El lago dejó de ser espejo y se convirtió en agua viva, envolviendo a ambos. Asmodeo jadeó de verdad esta vez y sus manos temblaron contra el pecho de Uriel. La luz azul volvió, una chispa, luego una llamarada.
—Uriel… —susurró él, esta vez él, no el Hueco— No… me sueltes…
Uriel lo sostuvo tan fuerte que sus huesos dolieron.
—Nunca.
La oscuridad rugió alrededor, furiosa..El Hueco gritó como si el universo lo hubiese traicionado..Tal vez lo había hecho. Y justo cuando la luz comenzó a devorar la pesadilla, una sombra cortó el agua y separó a los dos cuerpos con una fuerza brutal..Un brazo se cerró alrededor del cuello de Uriel. Un susurro frío le erizó la columna.
—Hermosamente ingenuo —dijo la ausencia hecha voz— Entonces sufrirás como mortal. Morirás como mortal. Y él mirará.
Un filo se apoyó en su garganta..Asmodeo intentó moverse, pero el vacío lo hundió. Su grito quedó atrapado bajo el agua. Uriel no tuvo tiempo de respirar. La oscuridad lo arrastró hacia abajo..Hacia la muerte. Hacia la humanidad..Hacia el sacrificio. Y una única palabra quedó flotando sobre el agua nueva, dicha con hambre, con furia, con amor desesperado: