El viento de la madrugada rasgó el cielo como una trompeta de guerra celestial. Sobre la ciudad reconstruida, la primera luz del alba doraba los techos y convertía el silencio en algo solemne, sagrado… como el suspiro previo a una gran batalla.
En la terraza del edificio donde vivían, Uriel estaba de pie, con las alas extendidas. Ya no eran solo rosadas: ahora irradiaban un blanco dorado imposible de mirar por completo sin sentir un temblor en el alma. Era la luz que solo puede portar alguien que había muerto y regresado más puro, más feroz, más él.
Asmodeo emergió detrás de él descalzo, el cabello comenzando a encenderse con tonos celestes y plata. Sus alas, antes suaves, ahora tenían un filo sagrado, como si cada pluma pudiese cortar el tejido mismo de la oscuridad. Su fuerza se había elevado… pero no a través de venganza, sino de amor. De decisión. De propósito.
—Te noté inquieto —susurró Asmodeo, apoyando su frente en la espalda de Uriel.
—El enemigo respira —respondió Uriel sin volverse— No como sombra, ni susurro… sino como un huracán escondido detrás de una calma falsa.
Asmodeo cerró los ojos. Podía sentirlo también: un latido profundo, soterrado, como un corazón profano recuperando forma.
—Vendrá por nosotros —dijo Asmodeo. No era miedo. Era reconocimiento. Preparación.
—Vendrá por el mundo —aclaró Uriel— Pero no lo conseguirá.
Asmodeo sonrió leve, abrazando el torso de Uriel por detrás, hundiendo el rostro en su cuello. No era un gesto de necesidad, sino de pacto.
—Uriel… yo no temo a la guerra —susurró, apenas audible— Pero temo a lo único que podría derrotarme, perderte.
Uriel giró despacio, tomándole el rostro. Su expresión no era suave: era poderosa, decidida, luminosa como una sentencia divina.
—Nunca me perderás. Ni en la luz, ni en la muerte, ni en el olvido, ni en la eternidad. Si alguna vez el cosmos colapsa, Asmodeo yo seré el último en pronunciar tu nombre.
Esas palabras fueron un juramento. No hubo beso… no hacía falta. Lo que existía entre ellos estaba más allá de lo humano, más allá de lo físico. Se sentía como guerra y como paz a la vez. De repente, el aire tembló. No por destrucción sino por presencia.
Luzbel apareció detrás, caminando con naturalidad. Sus alas arcoíris relucían bajo la luz del amanecer y su piel dorada reflejaba la divinidad que recuperaba día tras día. Tenía el porte de un rey antiguo y la serenidad de un condenado que había vuelto a merecer el cielo y el amor propio.
—El abismo despierta —dijo Luzbel, sin rodeos.
Uriel y Asmodeo lo miraron.
—Él está reuniendo algo nuevo —continuó Luzbel— No espectros. No demonios. Algo que jamás ha existido… porque nunca antes lo necesitó.
—Un cuerpo —murmuró Uriel.
Luzbel asintió con gravedad.
—Uno digno de enfrentarte.
Silencio.
La ciudad a sus pies parecía inocente y frágil, sin saber que sobre ella se erguían tres seres capaces de arrancar galaxias de sus órbitas… y aún así decidían vivir entre humanos, amasar pan, reír en una mesa de madera, amar sin grandilocuencia. Pero no hoy..Hoy, la eternidad respiraba guerra.
—No retrocederemos —dijo Asmodeo, su voz firme como un juramento sellado en fuego y luz.
—Jamás —respondió Uriel.
Luzbel sonrió de lado, con ese brillo arrogante y divino que alguna vez lo definió… y que ahora contenía humildad sin perder dignidad.
—Entonces prepárense. Cuando ese ser termine de formarse el cielo temblará, el abismo rugirá, y los humanos verán a los dioses caminar entre ellos.
Sus alas se desplegaron, el viento se quebró alrededor.
—Y esta vez —añadió Luzbel en un tono grave, casi profético— no habrá sacrificios. No habrá pérdidas. No habrá oscuridad reclamando lo que no le pertenece.
Asmodeo entrelazó su mano con la de Uriel.
—Seremos nosotros quienes decidamos el final —dijo.
Uriel lo miró fijamente. No había duda, ni temor, ni rastro de fragilidad:
—Y ese final —declaró— será luz.
Entonces, el cielo retumbó como un trueno ahogado. Un latido oscuro resonó en la tierra, como si algo gigantesco acabara de abrir los ojos en el corazón del mundo..Un presagio. Una advertencia. Una invitación a la guerra. Luzbel miró hacia abajo, hacia la ciudad.
—Parece que ha comenzado —murmuró.
Uriel sonrió con calma, pero sus ojos brillaban como estrellas listas para quemar universos.
—Que venga..Porque esta vez, nosotros somos la tempestad.
Y el aire se llenó de luz. Y algo antiguo, algo monstruoso, despertó dentro de la tierra. Bajo la ciudad, en un lugar donde la luz nunca había tocado, dos ojos se abrieron. No eran humanos..No eran demoníacos. No eran divinos. Eran algo nuevo. Algo nacido para destruir ángeles. Algo creado para destruir el amor. Y su primera palabra fue un susurro gélido, dirigido a un único nombre:
—Uriel…