La Promesa Del Ángel

Donde los Dioses Respiran Amor y Guerra

El amanecer se deshacía como oro líquido sobre los edificios cuando Uriel y Asmodeo regresaron al departamento. No necesitaban hablar; el silencio entre ellos era un lugar sagrado, un templo hecho de miradas y respiración compartida.

La puerta se cerró detrás de ellos con un susurro, y en el instante en que quedaron solos, la tensión de la inminente guerra se evaporó, reemplazada por algo más profundo, más eterno: la certeza de pertenencia mutua.

Asmodeo se acercó despacio, como quien se aproxima a un milagro jamás merecido. Sus dedos rozaron el rostro de Uriel, delineando el arco de su mandíbula, la suavidad luminosa de su piel..Uriel cerró los ojos, como si ese toque fuese una plegaria respondida.

—Nunca volveré a soltarte —murmuró Asmodeo, su voz temblando entre fuerza y devoción.

—Nunca volverás a perderme —respondió Uriel, abriendo los ojos para verlo. Y su mirada no tenía vacío, ni tristezas antiguas solo fuego suave, amor inquebrantable, eternidad serena.

Se abrazaron como si el universo fuese demasiado pequeño para contenerlos. Las alas de Asmodeo se abrieron lentamente, envolviendo a Uriel como un cielo privado, como un escudo y una caricia a la vez. Uriel apoyó su frente contra la de Asmodeo y sintió algo que ni la muerte, ni el Padre, ni las pruebas más crueles habían podido romper: la paz absoluta del amor correspondido.

—En otra vida —susurró Uriel— habría temido necesitarte tanto. Habría creído que eso me hacía débil.

Asmodeo rozó su nariz con la suya, sonriendo con ternura ardiente.

—En esta vida… te fortalece.

Uriel exhaló, y el aire entre ellos se volvió cálido y solemne, como un juramento hecho de latidos.

—No hay cielo sin ti —dijo Uriel.

—Ni propósito sin tu luz —susurró Asmodeo.

No se besaron de manera desesperada. No se aferraron como quien teme perder. Se sostuvieron como quien ya ha ganado.
Como quien sabe que la eternidad los espera y, aun así, elige el ahora. En un rincón de la casa, Luzbel dejó descansar su libro sin hacer ruido. Miraba a ambos con una mezcla de orgullo, nostalgia y una chispa irónica de ternura en sus ojos dorados. Él sabía cómo era perder todo. También sabía, ahora, lo que significaba recuperarlo. Se permitió sonreír para sí mismo.

—El mundo está al borde del fin —murmuró con una media risa silenciosa— y ellos aman como si el universo fuera su cama recién tendida.

Era hermoso. Era sagrado. Era peligroso para cualquiera que intentase interponerse.

Y entonces, el cielo tembló.

Un viento antinatural, frío como la nada antes de la creación, cortó el aire. Las luces de la ciudad parpadearon, las sombras se alargaron con vida propia, y un estruendo bajo la tierra hizo vibrar los cristales de las ventanas. Uriel abrió los ojos antes de que el ruido terminara. Su expresión se endureció; donde antes había ternura, ahora brillaba una autoridad divina, despiadada y pura.

—Está aquí —dijo.

Asmodeo soltó despacio, sus alas recogidas, su mirada afilada como una espada celestial envuelta en seda.

—Que venga —respondió.

Un grito humano rompió la quietud de la calle abajo. Luzbel ya estaba de pie, y cuando se dio vuelta, su aura ardía, y su apellido divino pesaba más que cualquier corona jamás forjada.

—Hay movimiento bajo la tierra —informó—. Está rompiendo el velo entre planos.

Uriel y Asmodeo se acercaron a la ventana. En la distancia, un edificio comenzó a derrumbarse como si hubiera sido golpeado por una fuerza invisible. Sombras emergieron de las grietas del suelo con cuerpos nuevos y contornos aún borrosos criaturas sin rostro, nacidas de odio puro, moviéndose como humo sólido. Y en el centro de todo, algo más grande se agitaba dentro de la tierra aún formándose, aún creciendo esperando su momento para nacer completamente.nAsmodeo sintió un escalofrío recorrerlo, pero no de miedo. Era anticipación. Hambre de luz.

—Vamos a pelear.

Uriel tocó su mano.

—Siempre. Pero no con desesperación… sino con propósito.

Sus alas se desplegaron con un estruendo celestial, vibrando como tambores que anunciaban el amanecer de una guerra que ninguna profecía jamás pudo imaginar. Luzbel salió detrás de ellos, su voz profunda resonando como el eco de la primera rebelión:

—No habrá caída esta vez.

Asmodeo sonrió, feroz.

—No habrá rendición.

Uriel alzó la vista al cielo y sonrió con calma casi aterradora.

—No habrá oscuridad que sobreviva.

Se lanzaron al vacío. Y el cielo rugió en respuesta. Desde lo profundo de la tierra, una voz nueva ni humana, ni demoníaca, ni celestial habló por primera vez:

Yo soy lo que nace cuando el amor no cae y cuando no puedo destruirlos crearé algo peor.

Los ríos se oscurecieron. Las nubes temblaron. El mundo contuvo la respiración.

Y un nuevo enemigo, jamás conocido, comenzó a abrir los ojos.




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