—Vuelve a mí —dijo Asmodeo, sin temblor.
—Yo soy tu regreso —respondió Uriel, tomándole el rostro.
No hubo urgencia, hubo certeza. Asmodeo le rozó los pómulos con los pulgares, y Uriel, más sereno que un templo, apoyó su frente en la de él. Las alas turquesa de Asmodeo se abrieron y lo envolvieron un instante; las rosadas de Uriel respondieron con una vibración sutil, una campana de luz invisible.
A sus espaldas, la puerta se abrió sin ruido. Luzbel, con las alas iridiscentes que parecían cantar color cuando se movían, los observó con una media sonrisa cansada.
—El cielo llama —anunció— Y la tierra también.
Uriel y Asmodeo se separaron sin romper el vínculo. No había grieta que el enemigo pudiera usar. No quedaba fisura.
Cielo.
Miguel se alzó sobre las murallas lucientes con la espada que partió constelaciones en su día. Su presencia imponía orden a las huestes: filas perfectas, respiración a ritmo de himno, escudos de luz listos para la embestida. A su derecha, se posó Luzbel, ya sin sombra de vergüenza, espléndido y severo.
—Hoy —dijo Miguel, sin alzar la voz y aun así llenándolo todo—, nadie cae.
—Hoy —replicó Luzbel, mirando más allá de las puertas—, nadie entra.
Las trompetas resonaron. El primer choque vino como un alud de tinta: bestias forjadas de rencor impactaron contra las murallas del cielo. El choque de sus garras contra los escudos derramó chispas doradas. Miguel avanzó. Luzbel inhaló, y su aliento fue una ola que barrió a decenas. La línea no cedió. Los coros estallaron; la luz era física.
Tierra.
Uriel, Asmodeo, Gabriel y Rafael descendieron juntos. Sus alas recortaron el cielo en cuatro trazos de color: rosa, turquesa, dorado, violeta. El aire ardía a su paso. A tres calles de la panadería, los edificios se encorvaban como si el suelo respirara con dolor; los autos estaban quietos en ángulos imposibles; había farolas llorando chispas y sombras que se despegaban de las paredes.
—Dividimos funciones —ordenó Gabriel al tocar tierra—. Uriel y Asmodeo, vanguardia. Yo contengo. Rafael, evacúa y sana.
Rafael ya estaba en movimiento, su aura violeta cicatrizaba cortes y cerraba heridas con un roce. Gabriel alzó la mano y formó un arco dorado que se encendió como un sol en miniatura: las criaturas que intentaron pasar se disolvieron antes de verlo.
Uriel dio un paso, la mirada alta. A su lado, Asmodeo desplegó las alas por completo. Entonces el suelo se quebró con un tronar hueco: de la grieta emergió un enjambre sin forma concreta, cuerpos de humo con huesos de sombra y ojos que no miraban. Detrás de ellos, algo mucho más grande se agitó bajo la superficie, todavía por nacer.
—Juntos —dijo Asmodeo.
—Siempre —respondió Uriel.
Entraron.
Uriel caminó como quien entra en una sala que conoce; el terror no tenía lugar en su anatomía. Su brazo describió un arco, y la luz —su luz— estalló en una columna rosa que volvió translúcidas a las criaturas: quedaron expuestas, sin voluntad. Asmodeo, desde el costado, convirtió su propio impulso en guadaña turquesa: cortó a través del enjambre en líneas suaves y exactas, sin perder la elegancia ni la precisión.
—Derecha —advirtió Uriel.
Asmodeo viró sin mirar. Le bastaba la voz. Le bastaba el latido.
Una criatura mayor, formada de múltiples sombras comprimidas, se abalanzó desde un balcón desplomado; Gabriel la detuvo con una geometría de luz que se cerró como una trampa dorada. Ayudó a un grupo de personas a escapar hacia la avenida, y Rafael, con un gesto, levantó una cúpula violeta que los cubrió mientras él les devolvía la respiración y el color.
La calle vibraba. De la grieta central brotó un brazo hecho de vacío endurecido: tocó el empedrado y lo volvió polvo negro.
—Eso no es del abismo —dijo Gabriel.
—No —confirmó Uriel, con calma— Es nuevo.
El brazo tanteó, aprendiendo. Luego golpeó. Uriel lo tomó con las manos, y donde su piel tocó la materia, la nada se incendió en rosa pálido y se convirtió en ceniza luminosa. Asmodeo se pegó a su espalda, extendió las alas y su energía se sumó al halo, elevando el pulso de aquel fuego puro. La “cosa” retiró el brazo como un animal herido.
—Siente dolor —dijo Asmodeo.
—Entonces siente miedo —cerró Uriel.
Más enjambres acudieron. Uriel se adelantó, y Asmodeo lo siguió con un ritmo exacto, como una segunda respiración. Cada movimiento del primero generaba una abertura que el segundo aprovechaba; cada giro de Asmodeo cerraba una grieta para que Uriel arrojara luz a presión. Era coreografía aprendida sin ensayo. Era una oración con dos voces.
Una sombra atravesó el arco de Gabriel, quebrándolo a medias; el dorado chisporroteó.
—Se adapta —advirtió Gabriel.
—Que intente —respondió Uriel, y el borde de su voz tuvo una belleza peligrosa.
Un rugido bajo, como el de un océano enterrado, recorrió las alcantarillas. La grieta central se abrió: de ella emergió una figura alta, sin rasgos definidos, envuelta en capas de vacío. No eran telas: era ausencia. El aire a su alrededor se enfriaba tanto que la humedad caía en agujas de hielo fino.
—Al fin —dijo Uriel. No era bravata; era reconocimiento.
La figura levantó la cabeza hacia él. Cuando habló, no usó palabras: usó un recuerdo. La primera noche que Uriel y Asmodeo durmieron sin miedo. Ese calor, esa quietud, fue arrancada, retorcida, convertida en un filo. Asmodeo apretó los dientes. Uriel no se movió.
—No entrarás ahí —dijo Uriel en voz baja, y la memoria se rearmó tal como era. El enemigo no pudo hincar su garra.