La Promesa Del Ángel

El Ángel del Crepúsculo

El cielo se dividió en dos. De un lado, la aurora ardía con tonos dorados y rosados; del otro, el anochecer caía con un fulgor negro azulado, tan hermoso como aterrador. Ambas luces se encontraron en el centro del firmamento y dieron forma a una figura que descendía lentamente, envuelta en fuego.

El viento se detuvo. Las hojas suspendidas en el aire parecían rendirle culto. Rafael y Gabriel alzaron la mirada, sin comprender si aquello era un milagro o una profanación. Asmodeo, de rodillas junto a Uriel, sintió un escalofrío recorrerle el alma. El resplandor era familiar. La esencia también.

El recién nacido abrió los ojos. Dos orbes incandescentes: uno dorado, otro azul. Sus alas eran un contraste imposible: mitad blancas con reflejos rosados, mitad negras con bordes dorados. Su rostro era el de Uriel. Pero su sonrisa, la de algo que nunca perteneció ni al cielo ni al infierno.

—¿Quién eres? —preguntó Gabriel, alzando su lanza, sin apartar la vista de él.

La criatura posó los pies sobre la tierra con la suavidad de un pensamiento.

—Soy el resultado de la redención y la culpa… —susurró— El hijo de la luz y la sombra.

Uriel intentó incorporarse, aún débil. Su voz era apenas un murmullo:

—No… no puede ser.

El ser lo miró, con ternura inquietante.

—No temas, padre. Tú me creaste.

Rafael dio un paso al frente.

—Esto no es posible. Las leyes divinas prohíben la mezcla de esencia pura y caída. ¡Eso destruirá el equilibrio!

—El equilibrio —repitió el nuevo ser, con una risa suave. ¿Y acaso el equilibrio no es una prisión invisible? Yo no fui llamado a mantenerlo sino a romperlo.

El aire se cargó de energía. Las nubes giraron sobre ellos formando un círculo. De ese torbellino descendieron luces y sombras: ángeles y demonios atraídos por el nacimiento de algo que no debía existir.

Asmodeo extendió sus alas azules, protegiendo a Uriel.

—¡No te acerques a él!

El híbrido inclinó la cabeza, observándolo con curiosidad casi infantil.

—Tú también estás en mí. Tus lágrimas, tu deseo, tu amor por él… me dieron alma.

Asmodeo lo miró con horror.

—Entonces tú…

—Soy lo que ustedes llamaron promesa —interrumpió el ser— Pero no la que esperaban cumplir, sino la que temían romper.

Uriel trató de levantarse, pero la energía que emanaba del Ángel del Crepúsculo lo golpeó como una ola invisible. Su cuerpo se arqueó, su pecho brillando con luz y oscuridad mezcladas.

—Detente… —suplicó— Te destruirás… y nos arrastrarás contigo.

—No, padre —respondió con una sonrisa serena— Yo los liberaré de su fe.

El cielo estalló. Miles de plumas ardientes comenzaron a caer como ceniza divina.
Gabriel alzó su lanza, invocando una muralla de fuego dorado. Rafael canalizó su báculo, expandiendo un círculo de energía violeta que selló el perímetro. Pero el nuevo ser levantó su mano, y el fuego se congeló. Cada llama se convirtió en pétalo de cristal que flotó en el aire. El tiempo mismo pareció obedecerlo. Asmodeo dio un paso al frente, desafiando el resplandor.

—No eres nuestro hijo —dijo con voz firme, aunque el miedo temblaba detrás— Eres una ilusión. Una corrupción de lo que amamos.

El Ángel del Crepúsculo lo observó y sonrió con dulzura.

—Entonces, ¿por qué siento su amor en mi pecho?

Cerró los ojos, y su voz se volvió un canto.
Un sonido tan hermoso que los ángeles del cielo comenzaron a descender, confundidos, llorando sin comprender por qué. Los demonios, atraídos por la melodía, se arrodillaron en silencio.

Era la primera vez en toda la creación que la luz y la oscuridad se inclinaban ante la misma voz. Uriel reunió su última fuerza. Su espada resplandeció, reconstruyéndose a partir de su alma.

—Si naciste de mí, entonces obedecerás mi voluntad. ¡Detente!

El híbrido abrió los ojos. Una lágrima dorada cayó por su mejilla.

—No puedo detenerme… porque tú nunca quisiste detenerme.

De repente, Uriel recordó su sueño: el jardín, la promesa, la frase que había jurado nunca pronunciar.

Si el cielo me niega por amarte, crearé un nuevo paraíso.

La frase que selló su destino. Y ahora ese paraíso se manifestaba ante él en forma de hijo.

—Yo soy tu palabra hecha carne —susurró el Ángel del Crepúsculo— Y no hay palabra divina que pueda borrarme.

Uriel dio un paso al frente, con lágrimas en los ojos.

—Entonces déjame salvarte, antes de que el cielo venga a destruirte.

El híbrido extendió su mano.

—¿Salvarme? No, padre.

Y en un susurro que estremeció la creación, añadió:

—Serás tú quien deba salvarse de mí.

El Ángel del Crepúsculo alzó el rostro hacia el cielo y, con una sola palabra, rompió los sellos del firmamento. Un resplandor negro y dorado cubrió el mundo, y desde los confines del cosmos una voz antigua la del mismísimo Creador resonó con ira y tristeza:

Has roto la promesa del cielo, Uriel.

Uriel cayó de rodillas. El suelo se resquebrajó bajo sus manos. Y cuando levantó la vista, miles de serafines descendían en llamas no para protegerlo, sino para aniquilar lo que había nacido de su amor.

El primer trueno de la guerra divina resonó.
La nueva era había comenzado.




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