El amanecer no llegó. Solo una luz roja, densa y cansada, cubría la tierra. Era la sangre del cielo. Las alas de los serafines caídos ardían sobre las nubes, y el sonido de las trompetas se había vuelto un lamento interminable.
Uriel contemplaba el horizonte con los ojos vacíos. Su espada yacía a su lado, quebrada en dos. El Ángel del Crepúsculo, nacido de su amor y su error, se alzaba ahora como una nueva divinidad, y el cielo mismo se preparaba para destruirlo. Asmodeo se acercó, el viento moviendo sus cabellos celestes. Intentó hablar, pero Uriel lo interrumpió con una voz quebrada:
—Fui yo…
—Uriel
—¡Fui yo! —gritó, y el eco retumbó como un trueno entre las ruinas—. Creí que podía redimirlo todo con amor, pero solo creé otra guerra. He manchado el nombre del Padre… y el tuyo.
Asmodeo lo miró con compasión, aunque su propio corazón dolía.
—No lo hiciste por ambición. Lo hiciste por fe.
—¿Fe? —repitió Uriel, riendo con amargura—. No, Asmodeo… lo hice por miedo. Miedo a perderte. Y ahora el cielo arde por mi cobardía.
El viento sopló con fuerza. Desde el firmamento, rayos de fuego descendían como lanzas. Los ejércitos celestiales se desplegaban, sus alas doradas formando un círculo perfecto alrededor del planeta.
Gabriel y Rafael se acercaron.
—Las huestes del Trono ya descendieron —anunció Gabriel con voz grave— Han recibido la orden directa: exterminar al Ángel del Crepúsculo y a ti, si te interpones.
Uriel no respondió. Su mirada seguía clavada en el cielo, donde una grieta inmensa se abría como una herida luminosa. Podía oírla. La voz del Padre.
El equilibrio ha sido roto. La promesa se ha convertido en condena.
Esa noche, la tormenta divina cayó..Lluvias de fuego purificaron la tierra, y las sombras se retorcieron, buscando refugio. Uriel caminó entre los escombros del templo más antiguo, donde la piedra aún recordaba las primeras oraciones del mundo..Allí, entre columnas rotas, se arrodilló. Sus alas, ahora grises, se plegaron con cansancio.
—Padre… —susurró— si este es mi castigo, acéptalo. Pero no destruyas lo que nació de mí. No fue odio lo que lo creó… fue amor.
El suelo tembló. De la grieta del firmamento cayó un rayo que lo atravesó. Uriel gritó, su cuerpo resplandeciendo con fuego sagrado y oscuro a la vez. Su alma fue arrastrada hacia el límite entre los mundos..Y allí lo vio..El falso Uriel..El Ángel del Crepúsculo. Estaban frente a frente. El aire vibraba con poder. El falso Uriel lo observó con una mezcla de tristeza y compasión.
—¿Por qué te niegas, padre? —preguntó— Si me destruyes, destruyes también el amor que te dio forma.
—No eres mi amor —respondió el verdadero Uriel, con voz temblorosa—.Eres mi culpa.
—¿Y acaso la culpa no merece también redención?
El silencio fue profundo..Uriel lo observó: cada rasgo, cada gesto, cada palabra suya eran reflejos de lo que él alguna vez ocultó dentro de sí. Y comprendió que esa criatura no era una simple aberración. Era la materialización de su propia debilidad.
—Tú naciste cuando dudé —dijo Uriel— Cuando temí que el Padre me arrancara el amor que me daba sentido.
El falso Uriel asintió lentamente.
—Entonces nací por necesidad. No soy enemigo, soy herencia.
Una lágrima cayó del rostro del verdadero Uriel, pero antes de que pudiera responder, un estruendo sacudió el mundo. El cielo se abrió completamente. Y de la grieta descendieron los Serafines del Juicio: doce figuras envueltas en fuego blanco, portando sellos y espadas forjadas con la primera palabra de la creación.
Gabriel gritó desde lo alto:
—¡Uriel, aléjate! ¡No distinguen entre tú y él!
Demasiado tarde. El primer sello fue liberado. Una onda de fuego puro barrió los cielos, incinerando todo a su paso..El Ángel del Crepúsculo extendió sus alas para proteger al verdadero Uriel, pero el impacto los arrastró a ambos..El resplandor cubrió la Tierra. Cuando el silencio volvió, solo quedaban cenizas flotando sobre la ciudad destruida. Rafael cayó de rodillas, exhausto, mientras Gabriel buscaba señales entre los restos.
—No puede ser… —murmuró— Los perdimos a los dos.
Pero, entre el humo, algo se movió. Una figura emergió del fuego, envuelta en un aura indecible: mitad sagrada, mitad profana..Sus alas eran negras en el exterior y doradas por dentro. Su mirada mezcla de bondad y furia. Gabriel retrocedió, aterrorizado.
—No… eso no puede ser Uriel.
Rafael lo miró sin poder hablar. La figura los observó y habló con voz doble, como si dos almas compartieran el mismo cuerpo.
—El amor quiso redimirse y terminó mezclándose con la culpa.
—¿Quién eres? —preguntó Rafael.
La figura sonrió, con la serenidad de un dios y la tristeza de un hombre.
—Soy ambos.
—¿Ambos?
Alzó la vista hacia el cielo, donde aún ardía la herida abierta del firmamento.
—Soy la prueba de que incluso la luz puede engendrar su propia oscuridad.
Desde las alturas, una voz antigua resonó por encima del estruendo:
Si el ángel y su sombra se han vuelto uno, entonces que el cielo decida si la creación merece seguir existiendo.
El firmamento comenzó a resquebrajarse.
Las estrellas temblaron, apagándose una por una. Asmodeo, cubierto de polvo y lágrimas, alzó la vista al cielo que colapsaba y gritó desesperado:
—¡Uriel! ¿Qué has hecho?
Y en la distancia, entre las llamas del ocaso, el nuevo ser levantó su espada dorada y negra, apuntando directamente hacia el cielo.
—He hecho lo que el Padre no pudo…
—¿Qué? —susurró Asmodeo.
El ser sonrió con melancolía.
—Crear algo que lo desafíe.
El cielo se partió en dos.