El mundo ardía sin quemarse. Montañas flotaban sobre mares de luz líquida. El firmamento era un espejo fracturado donde los relámpagos danzaban como serpientes de fuego divino. Y en el centro de todo, Uriel.
Su cuerpo brillaba con dos luces contrarias: oro y negro.
Sus alas se extendían, divididas entre lo sagrado y lo prohibido. Su alma, partida entre la obediencia al Padre y el eco del amor que desafió al cielo. El fuego de la purificación había comenzado. Dentro de su propio ser, el verdadero Uriel caminaba a través de un paisaje de fuego blanco. Cada paso encendía el suelo..Delante de él, su reflejo oscuro el falso Uriel lo observaba desde un trono de sombras líquidas.
—Te advertí —susurró el reflejo— El amor que diste me dio forma. La duda que sentiste me dio poder. Y ahora el cielo caerá, no por odio… sino por ti.
Uriel no respondió. El viento ardiente movía su cabello dorado, sus ojos fijos en la criatura que lo había robado todo.
—No naciste del amor, sino del miedo a perderlo —replicó con voz firme— Y por eso no mereces existir.
El falso Uriel sonrió, con ternura perversa.
—¿No merezco existir? Pero mírate… Sin mí, no hay equilibrio. Sin sombra, no hay fuego. Yo soy lo que hace que tu luz sea real.
Uriel alzó su espada ahora una llama pura que vibraba con el pulso de su alma y apuntó al pecho del impostor.
—Entonces arderemos juntos.
El falso Uriel extendió su propia espada, negra como el vacío. Las dos fuerzas chocaron. El impacto fue tan grande que el universo tembló. Los planetas se sacudieron en sus órbitas. Los astros lloraron luz. El sonido del choque no era un ruido: era una plegaria rota.
Cada golpe abría grietas en el espacio. Por una de ellas, el mundo exterior se filtraba. Asmodeo, desde la Tierra, observaba los cielos que se dividían y gritó:
—¡Uriel, basta! ¡El fuego te consumirá!
Gabriel intentó acercarse, pero la onda expansiva lo arrojó kilómetros atrás. Rafael levantó su báculo, intentando contener la energía.
—¡El Juicio se ha activado! ¡Las leyes del cielo están colapsando!
Pero Asmodeo lo sabía. Eso no era destrucción. Era redención. El fuego que veía no era ira era dolor. El alma de Uriel estaba intentando purificarse desde adentro, aunque eso significara arder por completo.
Dentro del plano espiritual, el falso Uriel se burló entre jadeos.
—¿Vas a destruirte a ti mismo para matarme?
—No. —El verdadero Uriel avanzó, la mirada llena de luz— Voy a liberarme de ti.
Sus alas se encendieron como un sol. Cada pluma se convirtió en un símbolo del Verbo. Las cadenas del alma comenzaron a disolverse. El falso Uriel gritó, intentando resistir.
—¡No puedes borrar lo que eres! ¡No puedes purificar el amor sin destruirlo!
Uriel sonrió, con lágrimas de fuego en los ojos.
—No lo purifico… lo santifico.
Las llamas se elevaron hasta el infinito. El reflejo oscuro se fracturó, gritando con su misma voz. El fuego del Juicio lo envolvió todo. Desde el exterior, Asmodeo vio cómo el cuerpo de Uriel se elevaba en el cielo, envuelto en un torbellino de luz dorada. Los serafines se detuvieron. El mundo entero parecía mirar hacia arriba. El resplandor era tan inmenso que la noche se volvió día. Y entonces, una voz resonó desde el centro de esa tormenta:
Padre, no me destruyas déjame reparar lo que rompí.
El cielo respondió con una luz azul. La voz del Creador habló, suave y firme, y todo lo existente se inclinó.
Eres el arcángel del fuego, no de la condena. No naciste para castigar, sino para recordarles a los caídos que el amor sigue siendo mío.
Uriel cerró los ojos. El fuego lo consumió por completo. Y cuando volvió a abrirlos ya no había oscuridad. El falso Uriel había desaparecido. El trono de sombra se había disuelto. El silencio fue total. Uriel despertó en la Tierra. Su cuerpo ardía, pero era un fuego tranquilo. Asmodeo lo abrazó apenas lo vio, temblando.
—Pensé que te había perdido.
Uriel lo miró, con una calma que nunca había tenido antes.
—También yo me perdí. Pero el Padre me devolvió la voz.
Gabriel y Rafael descendieron poco después, asombrados. El cielo había dejado de sangrar. Los serafines habían detenido su ataque. Y, por primera vez desde el principio de los tiempos, la Creación estaba en silencio. Asmodeo levantó el rostro.
—¿Acabó la guerra?
Uriel guardó silencio por un largo instante. Su mirada se elevó al firmamento. Entre las nubes, la grieta luminosa seguía abierta y dentro de ella, algo se movía. Un ojo dorado y azul se abrió en el centro del cielo. Del resplandor descendió una voz, suave como una promesa y fría como el juicio:
La purificación no terminó, Uriel. El fuego que despertaste ha ganado conciencia propia.
Un segundo sol se encendió sobre el mundo..De él emergió una nueva figura alada, idéntica a Uriel, pero con un brillo más vasto, más salvaje, más puro. Asmodeo dio un paso atrás, horrorizado.
—¿Qué… qué es eso?
Uriel apretó su espada, con lágrimas en los ojos.
—El fuego no me obedeció.
—¿Entonces quién es? —preguntó Gabriel, aterrado.
El nuevo ser extendió sus alas incandescentes y habló con la voz de mil coros:
Soy el Juicio encarnado. El fuego que ni el cielo ni el infierno pueden apagar.
Y miró directamente a Uriel.
Y tú, padre serás el primero en probar mi llama.
El mundo volvió a arder.