La Promesa Del Ángel

El Juicio de Uriel

El cielo rugió. No era trueno ni tormenta: era un canto de guerra. Las nubes ardían con fuego vivo, y las estrellas, aterradas, se apagaban una a una como velas vencidas.

En el centro del firmamento, el nuevo ser descendía. El fuego encarnado. La purificación vuelta conciencia. Su cuerpo parecía hecho de cristal ardiente, y su mirada una mezcla imposible de inocencia y juicio se posó sobre el mundo. Uriel lo observó en silencio, con el corazón latiendo como un tambor de guerra. Sabía que esa criatura no era enemiga ni aliada. Era consecuencia. Su consecuencia.

—Tú me diste vida —dijo el ser con voz doble, masculina y femenina a la vez.

—No lo hice por voluntad —respondió Uriel—. Fuiste una chispa desobediente del fuego que el Padre me confió.

—Entonces soy Su fuego sin Su control —dijo la entidad, sonriendo— Soy la justicia que ni el cielo se atrevió a ejecutar.

Los serafines retrocedieron. El aire ardía. Los océanos comenzaron a evaporarse bajo el peso de su luz. Gabriel alzó la lanza.

—¡Uriel, no puedes contener eso solo!

—Sí puedo —respondió el arcángel, con una serenidad que ocultaba miedo— Porque soy el único que lo entiende.

El Juicio lo observó.

—No entiendes nada, padre. Tú crees en la redención. Yo soy lo que viene después de ella.

Uriel extendió las alas. Cada pluma liberó un torrente de energía dorada, uniendo cielo y tierra. El mundo entero tembló. El fuego se alzó contra el fuego. El Juicio avanzó. Su paso dejaba grietas de luz ardiente sobre el aire. Su espada era un sol en movimiento. Uriel lo enfrentó. Y el universo contuvo el aliento. El primer choque partió los cielos. El segundo, desgarró las montañas. El tercero quebró el tiempo.

El pasado y el futuro se sobrepusieron, mostrando reflejos de otras realidades: Uriel besando a Asmodeo bajo un cielo azul; Uriel ardiendo solo entre las ruinas de una ciudad olvidada; Uriel niño, recibiendo su primera espada de luz del Padre. Cada visión era un recordatorio. Cada recuerdo, una herida. El Juicio rió, mientras las dimensiones colapsaban.

—Mírate, Uriel. No eres más que una contradicción divina.

—Y tú eres una blasfemia que nació de mi amor —replicó con rabia—.

Se lanzaron de nuevo uno contra el otro, en un torbellino de relámpagos y fuego. En la Tierra, Asmodeo observaba desde las ruinas de una catedral. Sus ojos reflejaban los relámpagos del cielo. A su lado, Rafael luchaba por mantener la estabilidad del mundo con sus sellos curativos, mientras Gabriel intentaba contener las huestes celestiales que deseaban intervenir.

—¡Si interfieren, el fuego los consumirá a todos! —gritó Asmodeo.

—¡Y si no lo hacemos, la creación desaparecerá! —respondió Gabriel.

Un estruendo los hizo callar. En el cielo, dos figuras Uriel y el Juicio se entrelazaban como soles en colisión. El resplandor era tan intenso que el día se convirtió en puro resplandor blanco.

—Uriel… —susurró Asmodeo, cayendo de rodillas—. No mueras otra vez.

Dentro del fuego, Uriel comenzó a perderse. Su cuerpo se disolvía entre llamas; su mente se fragmentaba en mil voces. Las palabras del Juicio resonaban en su cabeza como un eco imparable:

Fuiste hecho para purificar, no para sentir. El amor te debilitó. El amor te hizo dudar. El amor te hizo mortal.

Uriel cayó al suelo de luz, arrodillado, su espada quebrada.
Por primera vez, sintió miedo verdadero. El fuego del Juicio lo envolvía, quemando hasta sus pensamientos. Pero entonces escuchó una voz. No la del Padre esta vez.
Era la de Asmodeo.

Uriel el amor no te debilitó. Te hizo humano. Y lo humano también es divino, porque el Padre lo creó con sus propias manos.

Uriel abrió los ojos. Y sonrió..El Juicio se detuvo, confundido..El fuego de Uriel cambió de color: de dorado a rosado, luego a un blanco puro, brillante como la esencia original.

—¿Qué… qué es esto? —preguntó la entidad.

Uriel se levantó, lentamente..Su voz resonó con un poder que no venía del cielo, sino del alma.

—El fuego que tú eres me pertenece, porque yo fui su portador. Pero cometí un error: quise controlarlo cuando debí amarlo.

Extendió su mano hacia la criatura. El Juicio gritó, retrocediendo, su cuerpo resquebrajándose como vidrio ardiente.

—No… ¡no puedes absorberme! ¡Yo soy la voluntad del Padre!

—No —respondió Uriel, con calma absoluta—. Eres mi culpa transformada en juicio. Y ahora vuelves a casa.

El fuego del Juicio se disolvió, arremolinándose en el aire, entrando en el pecho del arcángel. La luz se expandió. El mundo se estremeció. Durante un instante, todo fue silencio.

Asmodeo alzó la vista. El cielo estaba en calma.
No había fuego. No había rugido. Solo una aurora que se extendía hasta el infinito. De esa luz descendió Uriel, envuelto en una quietud sagrada. Sus alas, intactas. Su mirada, limpia. Pero en su interior, algo nuevo brillaba: el fuego purificado, ahora parte de él. Asmodeo corrió hacia él, lo abrazó sin palabras. Uriel apoyó su frente contra la suya y susurró:

—El Juicio ha terminado. Pero no el precio.

Asmodeo lo miró, confundido.

—¿Qué precio?

Uriel alzó la vista. En lo alto, entre las nubes, una grieta aún abierta pulsaba con luz oscura. Dentro de ella una sombra de fuego se formaba lentamente. Una silueta idéntica a la suya, pero sin rostro. Un nuevo eco. Un nuevo principio. Del interior de la grieta, una voz surgió, como el rugido de un cosmos naciendo:

Uriel no puedes purificar lo que el Padre nunca creó.

El aire se congeló. La luz del mundo palideció. Y por primera vez en toda la historia de la Creación el fuego tuvo miedo.

El cielo comenzó a sangrar nuevamente.




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