El cielo rugió como una criatura viva. Truenos de fuego cruzaban los límites del cosmos, y los ejércitos celestiales se desplegaron en formación infinita, resplandecientes como mares de luz en movimiento. Desde la cúspide del firmamento, el Padre observaba en silencio. La sombra nacida del fuego aquella sin rostro, nacida de lo que Él nunca creó se elevaba más allá de toda comprensión, extendiéndose como una red de oscuridad que devoraba constelaciones enteras. Los coros angelicales callaron. El silencio del universo era total hasta que una voz rompió el vacío.
—¡Por el Padre!
Era Miguel, el Arcángel del Alba, quien descendía a la batalla envuelto en fuego dorado. Su espada irradiaba pureza, una extensión de la voluntad divina misma. Sus alas, bañadas en luz blanca, cortaban la oscuridad como un amanecer que se negaba a morir.
Junto a él, una presencia inconfundible se alzó desde las profundidades del cielo. El fuego más antiguo. El querubín que había amado al Padre con un fervor que quemaba.
Luzbel. Su armadura era un resplandor carmesí y dorado, sus ojos centelleaban con la intensidad de mil soles. El brillo de su ser era tan poderoso que incluso los serafines desviaron la vista.
—Ha llegado la hora —dijo Luzbel, desplegando sus alas incandescentes—. La creación será testigo del poder que nos dio origen.
Miguel lo miró con respeto solemne.
—Que sea esta la última guerra del cielo.
Y ambos se lanzaron hacia la oscuridad.
El choque fue una sinfonía de cataclismos. Miles de huestes angelicales siguieron a Miguel y Luzbel, sus espadas formando constelaciones en movimiento.
Los relámpagos caían como flechas divinas, y cada impacto abría grietas de luz en la vasta sombra que amenazaba el trono del Padre. Luzbel giraba entre las tinieblas como una llamarada viva, cortando a los espectros con el filo de su lanza ardiente. Cada golpe era una nota de fuego; cada movimiento, una plegaria de guerra.
—¡Por la luz que nunca muere! —rugió Miguel, mientras su espada atravesaba una de las criaturas del vacío, liberando un rugido de estrellas.
Pero la sombra parecía infinita. De su centro brotó un vórtice oscuro, y de él surgieron formas titánicas: ángeles corrompidos, ecos de los primeros que habían caído antes del tiempo, guiados por la esencia sin rostro. Luzbel giró su lanza y la hundió en el corazón de una de esas bestias..El cosmos vibró. Una lluvia de fuego dorado descendió sobre el campo de batalla. Miguel, al verlo, sonrió.
—Sigues siendo fuego puro, hermano.
—Y tú sigues siendo mi reflejo más noble —respondió Luzbel, con voz poderosa—. Hoy el cielo canta con ambos.
Desde lo alto del Trono, el Padre extendió Su mano. Su voz, inaudible para los mortales, resonó como un pensamiento en cada ser alado.
Mis hijos, mi creación. hoy el fuego y la obediencia combaten juntos. Que la sombra sin nombre conozca el poder de la unión.
La luz del Padre descendió como una corona ardiente sobre ambos guerreros. Miguel sintió que su espada se transformaba: ahora su hoja era una llama viva que podía cortar la materia y el espíritu. Luzbel, por su parte, alzó su lanza, que se desintegró en miles de fragmentos de oro que flotaron en torno a él, obedeciendo su pensamiento.
Sus ojos brillaron con una luz que ni siquiera el cielo había visto antes.
El Padre había hablado. Los había hecho heraldos de Su equilibrio eterno..Y juntos, Miguel y Luzbel cargaron por última vez. El enfrentamiento final fue un estallido sin tiempo..Miguel abrió el camino, cortando las alas del enemigo con una danza perfecta de pureza y justicia..Luzbel giró detrás de él, su fuego devorando las raíces del mal, sellando la grieta que dividía los cielos. El rugido de la sombra estremeció el universo. Por un instante, la creación entera pareció detenerse. Y entonces, la lanza de Luzbel atravesó su centro. La espada de Miguel descendió. La sombra se quebró. Y la luz volvió a cantar.
Los ejércitos celestiales cayeron de rodillas..El cielo entero resplandecía. El fuego sin nombre se había extinguido, devuelto al silencio del que nunca debió surgir. Luzbel miró hacia el Trono, respirando con dificultad..Su armadura aún ardía, pero su mirada era serena. Miguel se arrodilló a su lado. Ambos, por primera vez en eones, sonrieron. Una voz descendió desde lo alto, envolviéndolos en pura luz:
Luzbel, hijo del fuego eterno..Miguel, hijo de la aurora.
Habéis devuelto la armonía a mi morada. En recompensa, os concedo la fuerza de la eternidad: el fuego que purifica y la espada que protege.
El cielo estalló en canto..Los coros se alzaron. La paz, al fin, reinó sobre las alturas. Luzbel se inclinó con humildad ante el Padre.
—La luz volverá a guiar el firmamento, Padre.
Y así fue.
Sin embargo, en la Tierra nada estaba en calma. Bajo los cielos recién restaurados, un rugido desgarrador atravesó las nubes. La voz del falso Uriel resonó desde las ruinas humanas. Su ejército de guerreros oscuros, nacidos del residuo de la sombra, avanzaba sobre ciudades enteras. Edificios colapsaban en segundos. Las montañas se derrumbaban. El mar se volvió negro. Desde el horizonte, Gabriel, Rafael, Asmodeo y el verdadero Uriel contemplaban el desastre. Los ojos del arcángel purificador ardían con impotencia.
—El cielo fue salvado… pero la tierra arde —murmuró.
Asmodeo posó una mano sobre su hombro.
—Entonces aún no ha terminado.
Uriel apretó su espada.
—No. El cielo tiene su paz. Ahora… es nuestro turno.
Los cuatro miraron el horizonte en llamas, donde el falso Uriel y sus huestes se alzaban como sombras vivas. Desde lo alto del monte más antiguo, el falso Uriel levantó su espada de fuego negro. Detrás de él, su ejército rugió.
El cielo tembló una vez más, y su voz, amplificada por la oscuridad, se alzó:
Si el cielo tiene héroes la tierra tendrá su venganza.