El cielo, antes infinito, se había vuelto una herida abierta. De aquella herida brotaba un resplandor rojo, como si el propio universo sangrara. Y bajo él, la Tierra se estremecía. Los mares rugían con voz de acero. Las montañas se partían. Las ciudades, hechas de memoria y orgullo, caían convertidas en polvo. El fuego ascendía desde el corazón del planeta y, en su furia, la creación gritaba.
Uriel y su reflejo descendían en espiral hacia el abismo. No había arriba ni abajo, ni luz ni sombra. Solo un vórtice de fuego negro que los devoraba todo. Al tocar el fondo, el verdadero arcángel se incorporó entre columnas de cristal oscuro que latían como venas. Frente a él, su reflejo, el falso Uriel, aguardaba sobre un trono de lava congelada.
Su rostro era el mismo, pero vacío; sus ojos, espejos sin alma.
—Aquí termina tu redención —dijo el impostor con una voz que parecía surgir del suelo, del aire y de las llamas— Aquí comienza la mía.
Uriel lo observó sin temor, con el cabello encendido por la luz del abismo.
—No puedes tener redención si nunca amaste.
El falso Uriel sonrió.
—El amor no salva. El amor quema.
—Entonces deja que me consuma —respondió el verdadero— pero no tocarás la creación.
Y la batalla comenzó. Las espadas chocaron y el abismo se partió en dos. De cada golpe nacían relámpagos que iluminaban la oscuridad infinita. El aire ardía. Las paredes del mundo se doblaban. Las sombras temblaban ante el brillo del fuego rosado de Uriel, mientras el fuego negro del impostor devoraba la materia y el tiempo.
En la superficie, la Tierra gritaba.
Gabriel, Rafael y Asmodeo se encontraban en las ruinas de lo que alguna vez fue un templo.
El suelo temblaba bajo sus pies. El cielo, rojizo, se abría y cerraba como un ojo herido. Del horizonte emergían torres de humo que se alzaban hasta perderse en el vacío. Rafael se arrodilló, extendiendo su báculo sobre el suelo. Su energía violeta se filtró en las grietas, tratando de estabilizar la realidad.
—El mundo se está desgarrando. Si sigue así, el eje de la creación colapsará.
Gabriel apretó su lanza, con el rostro ensombrecido por la luz del incendio.
—No nos dejan entrar al abismo.
—El Padre lo prohibió —dijo Asmodeo con voz grave— Dijo que esa batalla solo puede pertenecerles a ellos.
Su voz se quebró. Entre las llamas, el recuerdo de Uriel lo perseguía: su sonrisa antes de caer, su promesa.
No volveré a perderte, había dicho.
Asmodeo cerró los ojos. El fuego azul que dormía en su pecho comenzó a arder.
—No me importa la orden. Si no puedo cruzar, haré que el infierno mismo se abra para que él salga.
Gabriel lo sujetó del hombro.
—Si haces eso, te consumirá.
—Si no lo hago, lo perderé.
Rafael se levantó y asintió.
—Entonces lo haremos juntos.
El suelo se abrió bajo ellos, y una columna de luz violeta, azul y dorada se elevó hasta el cielo. La tierra gimió. El aire se fracturó. Y el abismo respondió con un rugido. Uriel y su reflejo se arrojaron el uno al otro, rodeados de un torbellino de fuego. Cada movimiento era una danza; cada golpe, una sinfonía de destrucción. El falso Uriel reía, su voz resonando como el eco de mil tormentas.
—¿No lo ves? —rugió— Soy la perfección que tú negaste. Sin culpa. Sin fe. Sin dolor.
Uriel lo sujetó del cuello y lo arrojó contra una columna de cristal ardiente.
—No existe perfección sin alma.
La luz del arcángel se expandió, perforando la oscuridad. Pero el reflejo se levantó, indemne, y extendió la mano. De su palma surgieron corrientes de fuego negro que se enredaron en torno al cuerpo del verdadero. El aire se congeló.
—Yo soy tu sombra —susurró el impostor— Si me destruyes, te destruyes.
Uriel gritó, su cuerpo atravesado por una marea de fuego. Sus alas se quemaban. El dolor era insoportable. Cayó de rodillas, sus manos hundidas en el suelo incandescente. El reflejo lo observó con compasión retorcida.
—¿Dónde está tu Padre ahora?
—No lo necesito —dijo Uriel, alzando la cabeza— Él me dio libre albedrío y eso incluye morir por amor.
El impostor retrocedió un paso. Por primera vez, su rostro mostró miedo.
En la superficie, Asmodeo sintió aquella frase resonar dentro de su pecho. Sus alas se desplegaron, gigantescas, bañadas en fuego azul. Su energía se elevó en un torrente que cruzó los cielos, abriendo una grieta en el aire.
Gabriel y Rafael lo siguieron, canalizando su poder. El portal comenzó a formarse: un remolino de luz que se hundía en la nada. Pero la voz del cielo descendió como un trueno:
¡Deténganse!
Era el Padre. Su voz no era ira, sino dolor.
Esta guerra no es vuestra. Si cruzan ese umbral, la creación se romperá.
Gabriel cayó de rodillas. Rafael bajó la cabeza.
Asmodeo, sin embargo, levantó la vista al firmamento.Sus ojos brillaban con lágrimas de fuego.
—Entonces que se rompa.
Y cruzó. El abismo rugió al recibirlo. El fuego azul atravesó las sombras, iluminando el caos.
Uriel, aún de rodillas, levantó la mirada y vio una figura descender envuelta en luz. Asmodeo. Sus alas extendidas se abrieron como una aurora sobre el infierno.
—Te dije que no te dejaría solo —dijo el príncipe con voz temblorosa.
El falso Uriel se irguió, con furia en sus ojos.
—El traidor del infierno. El amante del purificador. Qué ironía.
Asmodeo no respondió. Se colocó frente a Uriel y alzó su mano. Su fuego azul envolvió al arcángel, curando sus heridas. El fuego negro retrocedió como si temiera aquel resplandor.
Uriel se levantó lentamente, su cuerpo temblando.
—No debiste venir.
—No podría soportar quedarme.
El falso Uriel levantó su espada.
—¡Entonces morirán juntos!
Se lanzó hacia ellos. Asmodeo lo interceptó, el choque entre sus fuerzas desató una onda que partió el suelo. Uriel extendió las alas, elevándose por encima del caos. La batalla alcanzó una escala imposible. Arriba, la Tierra temblaba. Los volcanes estallaban. El cielo se llenaba de auroras rojas y azules. Las ciudades desaparecían bajo las olas. Los animales corrían hacia ninguna parte, huyendo del fin. Y desde lo alto, Gabriel observaba, impotente, con lágrimas doradas cayendo de sus ojos.