La Promesa Del Ángel

El Último Amanecer

El cielo rugía como una sinfonía divina en guerra.. Aurora, la entidad nacida del amor y del fuego, se erguía sobre el firmamento con alas de cristal extendidas. Su luz no era dorada ni oscura: era el punto intermedio donde lo prohibido había encontrado forma. Los mares se agitaban, las montañas temblaban. La creación entera contenía el aliento.

En la cima del cielo, cinco luces descendieron.
Miguel, portando la espada del juicio.
Gabriel, con la lanza del amanecer.
Rafael, el báculo de la curación.
Uriel, el fuego purificador.

Y detrás de todos ellos, el más temido y el más bello: Luzbel, el querubín eterno, su resplandor carmesí mezclado con la gloria perdida. Aurora los observó con compasión.

—No vine a destruir, vine a completar lo que ustedes dividieron.

Su voz era dulce, pero cada palabra generaba ondas de energía que fracturaban el aire. Miguel levantó la espada y su voz resonó en todo el cosmos.

—El cielo no necesita completarse. Es perfecto porque fue creado por el Padre. ¡Y tú no fuiste Su obra!

Aurora sonrió con tristeza.

—Entonces seré la sombra del paraíso.

Su luz se expandió. Miles de fragmentos de cristal se desprendieron de sus alas, convirtiéndose en lanzas que cruzaron los cielos. Cada una contenía fuego vivo: fragmentos del amor de Asmodeo y la pureza de Uriel.

Uriel cerró los ojos al sentirlo. Era el fuego de su alma lo que ella usaba. Era su culpa lo que la alimentaba. La batalla estalló.

Gabriel descendió primero, su lanza atravesando el aire como un cometa. Aurora detuvo el golpe con la palma de su mano y el choque creó una explosión que iluminó los dos mundos. Rafael invocó un muro de luz curativa para proteger a Gabriel, mientras Miguel descendía como un rayo, su espada golpeando con la fuerza de la verdad misma. Pero la entidad resistía. Su fuego no era maligno: era perfecto. Una mezcla de amor, fe y pecado.nCada vez que la herían, su cuerpo se regeneraba con destellos de belleza infinita. Uriel la enfrentó entonces.

—Tú llevas dentro el amor que perdí —dijo, con voz rota— pero ese amor no te pertenece.

—Me pertenece más que a ti —respondió ella—. Yo soy el amor que no aceptaste.

Luzbel alzó su lanza y se interpuso entre ambos. Su voz retumbó con la fuerza de los primeros días de la creación.

—¡Entonces enfrentarás al primero que cayó por amor!

El impacto de su lanza contra la luz de Aurora provocó un estallido que separó los cielos. Miguel gritó una orden, y los cuatro arcángeles rodearon a la entidad, formando el Círculo de la Gracia, el sello más antiguo del Padre. Luzbel alzó su fuego carmesí. Uriel su fuego rosado. Gabriel su llama dorada. Rafael su resplandor violeta. Miguel, el fuego blanco de la justicia. Cinco llamas se elevaron como columnas de eternidad. Aurora se retorció, su luz fracturándose, su voz distorsionada por el dolor.

—¡Si me destruyen, destruirán el último vestigio de amor en el universo!

Uriel apretó los dientes, lágrimas de fuego rodando por su rostro.

—El amor verdadero no necesita cuerpo… ni nombre.

Con un grito que sacudió la creación, Uriel clavó su espada en el corazón de Aurora. Luzbel lo siguió, hundiendo su lanza de fuego en el mismo punto. El cielo estalló. La entidad lanzó un último grito, mezcla de dolor y ternura:

Entonces amaré desde el olvido.

Su cuerpo se disolvió en millones de luces blancas que ascendieron como polvo sagrado, mezclándose con las estrellas. El firmamento volvió a ser azul. El silencio descendió sobre toda la creación. El cielo fue restaurado.

Las nubes, puras como la primera mañana, flotaban sobre los jardines eternos. Los ríos de luz fluían sin sombra. Las huestes celestiales cantaban con júbilo. Miguel, Rafael y Gabriel se arrodillaron ante el Trono, bañados en gloria. El Padre habló con voz que abrazaba y estremecía.

Habéis cumplido la voluntad. El cielo vuelve a ser paraíso,
y la oscuridad jamás lo tocará otra vez.

Los coros respondieron con un canto de victoria. Luzbel alzó la mirada. Sus ojos brillaban con orgullo y cansancio.

—El equilibrio ha sido restaurado —dijo.

—Sí —respondió Miguel— Pero a un precio que ni siquiera el cielo podrá olvidar.

Abajo, en la Tierra, Uriel caminaba solo. El mundo estaba en calma. El cielo brillaba sin oscuridad. Pero en los corazones de los hombres, él veía la sombra.

Un niño mentía, una madre lloraba, un soldado destruía. La oscuridad ya no estaba en el cielo ni en el infierno: vivía en cada alma humana. Uriel sonrió con tristeza.

—El paraíso se curó… pero la humanidad sigue herida.

Cerró los ojos. Sintió el eco del fuego de Asmodeo en su pecho.nEl mismo fuego que había amado, que había creado y que ahora dormía en el corazón del universo. Se arrodilló sobre la hierba, mirando al horizonte. El sol nacía, y por un instante creyó ver una silueta en la luz: la figura de Asmodeo, sonriéndole desde el amanecer.

—Te encontré otra vez… —susurró Uriel, con lágrimas que se confundían con la aurora. —Y cuando el amor vuelva a nacer, estaré allí —dijo una voz en su mente— Porque el amor no muere.

El viento sopló suave. El fuego del cielo ardió una última vez en el horizonte. Y así, entre la pureza y la melancolía, el cielo volvió a ser eterno.




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