El cielo se extendía como un océano de cristal puro. No quedaba rastro de oscuridad. Las nubes, tan suaves como suspiros, reflejaban los colores de la eternidad: dorado, azul y rosado. Todo era paz.
En medio de aquel resplandor, Uriel caminaba solo. Sus alas rosadas colgaban a los lados, cansadas pero intactas.bHabía cumplido su misión. Había salvado el cielo y la Tierra. Pero en su corazón solo quedaba el eco del amor que había perdido. Se arrodilló ante el Trono de la Luz, inclinando la cabeza. No pidió recompensa ni gloria. Solo cerró los ojos, dejando que el silencio lo envolviera. Y entonces la escuchó. La voz del Padre. No en los cielos sino en su mente, en su alma. Una voz tan dulce que el universo mismo pareció detenerse para escucharla.
Uriel, hijo mío el fuego que encendí en tu alma jamás se extinguió. Has purificado el abismo y protegido la creación. Has llorado, has amado, y has caído solo para levantarte más puro. Tu valor, tu fe y tu compasión restauraron el equilibrio. Por eso, hoy te devuelvo lo que el sacrificio te arrebató.
El corazón de Uriel latió con fuerza. Un resplandor descendió desde lo alto, bañando todo el firmamento en luz turquesa. El aire vibró. Los coros angélicos se callaron.
Y entre esa luz una figura descendió lentamente.
Era Asmodeo.
Su cuerpo irradiaba pureza, tan intensa que ni el sol se atrevía a competir. Sus alas turquesas se extendían majestuosas, reflejando tonos azules y plateados. Su piel blanca brillaba como la luna sobre la nieve. El cabello negro, sedoso, caía hasta sus hombros, y sus ojos sus ojos celestes eran ahora dos cristales donde danzaba la eternidad. Uriel se quedó inmóvil. El tiempo se detuvo. Ni los vientos se atrevieron a moverse. Asmodeo descendió hasta quedar frente a él, con una sonrisa suave, la misma que Uriel había visto en su último amanecer juntos.
—¿Creías que la eternidad podría separarnos? —susurró, con una voz que parecía una melodía.
Uriel tembló. Una lágrima cayó de sus ojos y se transformó en una chispa de luz.
—Te lloré más de lo que el cielo puede contar…
—Entonces ahora sonríe, porque he vuelto —dijo Asmodeo— El Padre me ha llamado de nuevo.
El resplandor del cielo los rodeó. Uriel lo abrazó con fuerza, como si quisiera fundirse con él, temeroso de que fuera solo una ilusión. Pero no lo era. El calor, la energía, la vida de Asmodeo estaban allí.bY en su pecho brillaba un nuevo sello: el símbolo del quinto arcángel. Los coros celestiales estallaron en un canto jamás oído. Miles de ángeles se arrodillaron, y los cuatro grandes ,Miguel, Gabriel, Rafael y Luzbel, observaban desde una distancia reverente. Miguel sonrió, sereno.
—El fuego y el amor… juntos otra vez.
Gabriel inclinó la cabeza, conmovido.
—La misericordia y la pasión se unieron al fin.
Rafael alzó su báculo, dejando caer una lágrima de júbilo.
—Ni la muerte pudo con ellos.
Y Luzbel, el querubín carmesí, cruzó los brazos, mirando al cielo con una expresión entre orgullo y melancolía.
—El amor los venció a todos —murmuró— Hasta al propio abismo.
Uriel y Asmodeo se tomaron de las manos. Sus alas se abrieron al mismo tiempo, tocándose en los extremos, formando un arco de fuego rosado y turquesa que iluminó todo el firmamento. El Padre habló una última vez, su voz resonando en cada rincón del universo:
Así como la noche necesita al amanecer, el fuego necesita al amor. Desde hoy, el quinto arcángel guardará la llama que nunca debe extinguirse. Y tú, Uriel, custodiarás con él la pureza de la creación.
El cielo se llenó de colores. Los coros cantaron..La paz reinó por primera vez sin herida alguna. Uriel se volvió hacia su amado.nSus ojos se reflejaban mutuamente, y en ese reflejo no había culpa, ni pena, ni pérdida. Solo promesa.
—Mi luz era incompleta sin ti —dijo Uriel, acariciando su rostro.
—Y la mía no existía sin tu fuego —respondió Asmodeo.
Ambos sonrieron. Y al hacerlo, una nueva aurora nació en el cielo. Una aurora sin principio ni final. Una aurora hecha de fuego y amor. Desde entonces, los cielos fueron custodiados por cinco arcángeles, y sus nombres se convirtieron en melodía eterna. Y cuando los mortales miran al amanecer y ven dos luces cruzarse una rosada y otra turquesa, el alma recuerda, sin saber por qué, que el amor y el fuego una vez se amaron tanto que el mismo cielo les devolvió la eternidad.