En Pasado…
La noche se desgarraba con una furia primitiva. Cada gota de lluvia era un proyectil helado contra los cristales, mientras el viento aullaba una sinfonía de locura. Un hombre, el rostro contorsionado por un terror primario, se lanzó a la habitación. Sus pasos, desbocados y frenéticos, resonaban como golpes de tambor en la sofocante quietud, apenas ahogados por los gemidos guturales de la mujer y el grito punzante de un recién nacido.
La escena que se desvelaba ante sus ojos era una blasfemia, una pintura sacrílega. Entre los brazos de su exhausta esposa, el bebé no era una criatura de Dios. Era una abominación. Su cuerpo diminuto, recubierto de escamas negruzcas que parecían fundirse con su carne, se retorcía con una vida espantosa. Pequeños cuernos, afilados como dagas, emergían de su frente, y una cola corta y nudosa latía débilmente contra las sábanas empapadas en sangre.
El padre, los ojos desorbitados por una repulsión visceral, tropezó hacia atrás, su voz apenas un jadeo que se quebró en un alarido de pesadilla:
—¡Qué demonios es esta cosa! —Su mirada, una mezcla corrosiva de asco y pánico, se fijó en la criatura—. ¡Un monstruo! ¿De dónde salió esta… esta puta abominación? ¡Esa maldita bruja! —escupió, su mente buscando desesperadamente un chivo expiatorio, culpando a Nyxara con cada fibra de su ser—. ¿¡Qué maldita brujería has usado!?
La madre, lívida como la muerte y empapada en un sudor frío, apenas podía levantar la cabeza. Sus lamentos se ahogaron en un hipo que desgarraba su garganta, un dolor que trascendía lo físico, el tormento de saber que su propia sangre era una perversión. Las lágrimas, gruesas y calientes, surcaban sus mejillas demacradas, un torrente de desesperación.
—¡mi hijo! ¡Mi pequeño... Doriam! —
balbuceó, su voz un hilo moribundo. Intentó extender una mano temblorosa hacia el engendro, pero la mirada furiosa de su esposo la detuvo en seco.
El hombre escudriñó la habitación con una locura febril, sus ojos inyectados en la furia buscando una solución, cualquier cosa para extirpar aquella visión del infierno. Su mente, retorcida por el pánico, solo pudo parir una idea, una salida brutal y definitiva.
—¡Hay que esconderlo! —gruñó, sus palabras cargadas de una resolución gélida, inquebrantable—. Nadie puede saber de esto. ¡Nunca! Al sótano. Lo enterraremos en el sótano, lejos de los ojos del mundo…
No tengo muchos recuerdos antes del sótano, porque, para mí, el sótano lo fue todo. Frío, húmedo y un hedor que todavía hoy, si cierro los ojos, puedo sentir: ese era el olor de mi hogar, mi universo. Allí, desde que tengo memoria, viví. Los años, me dijeron que llegué a cumplir 6 allí dentro, se arrastraron en aquella penumbra, marcando cada día como una cicatriz. Ese infierno, mi tumba en vida, fue mi único mundo.
En aquel tiempo,sol era un mito que nunca vi. El aire, denso y cargado con el aroma de la tierra mojada y la desesperación, fue mi aliento. Mi existencia era una sinfonía de crueldad; los días se fundían en una oscuridad eterna, y las noches solo me devolvían el eco de mis propios suspiros solitarios. La brisa, el calor del sol en la piel, la inmensidad del horizonte—todo eso eran palabras vacías para mí. Solo conocí los muros que me encerraban.
Mi única conexión con lo de afuera era ella, mi madre. Su presencia, aunque fría y distante, empañada por el miedo y un resentimiento apenas disimulado, fue mi único ancla. Sus visitas eran breves y tensas. Me traía comida, a veces una manta raída. En raras ocasiones, me dejaba un libro viejo con ilustraciones descoloridas. Los atesoré, aunque no los comprendiera del todo.
Sus dedos, a veces, temblaban cuando dejaba la escudilla en el suelo de tierra. Sus ojos se posaban fugazmente en mí, y veía una mezcla indescifrable de dolor y algo que podría haber sido amor, pero era retorcido, macabro.
Hubo noches en que el silencio del sótano se rompió con su llanto ahogado. No era por mí, lo sabía, sino por lo que yo era. Una criatura nacida por la crueldad de una extraña, pero al mismo tiempo, su hijo.
Yo absorbía cada migaja de su atención como un náufrago. La frialdad era palpable, las caricias, las palabras de ternura que, según los libros, todo niño anhela, nunca llegaron. Pero la quise. Era mi madre, la única figura que conocí, la única que perforaba la soledad asfixiante de mi prisión. Mis cuernos crecían lentamente, mis escamas se endurecían sobre mi piel, pero mi corazón, aislado y vulnerable, ansiaba un calor que nunca me fue dado por completo. La quise, sí, pero era un amor teñido de soledad, de una necesidad primal por cualquier conexión humana en esa existencia de monstruo oculto que tuve…
El olor a alcohol se mezclaba con el hedor habitual del sótano. Ese fue el aroma de mi padre en mis primeros años, un presagio de lo que vendría. Con cada día que pasaba, su locura se hundía más, y yo, encerrado en la oscuridad, me convertí en el chivo expiatorio de su propia ruina. Él se sumergió en una espiral de alcoholismo, sus noches y días consumidos por el licor que nublaba su juicio y atizaba su odio. Cada trago alimentaba su ira, y cada resaca lo devolvía a la misma amarga certeza: su vida estaba arruinada, y la culpa era mía, del "monstruo" engendrado por esa "bruja", Nyxara.
Las visitas al sótano, que antes eran para encerrarme y olvidarme, se transformaron en un ritual de castigo. Los puños de mi padre, antes reservados, comenzaron a llover sobre mi pequeño cuerpo. Cada vez que yo, impulsado por una urgencia primigenia, intentaba mostrar mi lado monstruosos, él me reprendía con una brutalidad ciega.
—¡Esconde eso, demonio! ¡Esconde esa MIERDA! —
gritaba, sus ojos inyectados en furia, mientras los golpes resonaban en el sótano.
No soportaba la visión de la criatura que él consideraba una deshonra.
Mi madre, a menudo, intentaba interponerse, un débil escudo entre la furia desatada de mi padre y mi frágil existencia.