Hortensia, desde sus primeros pasos, fue una niña extraordinariamente vivaz. Sus grandes ojos verdes, cual esmeraldas relucientes, destellaban con una curiosidad insaciable que parecía iluminar todo a su alrededor. Su cabellera, de un rojo intenso como el fuego del atardecer, siempre estaba recogida en una elaborada trenza que culminaba en una cascada de lazos y cintas multicolores, creando un espectáculo visual digno de admiración.
Sus mejillas, suavemente sonrosadas y salpicadas de pecas doradas, armonizaban a la perfección con su nariz delicada y perfilada, digna de una escultura clásica. Sus labios, carnosos y de un rojo cereza, esbozaban constantemente una sonrisa contagiosa que derretía hasta el corazón más frío.
Quienes tenían la fortuna de cruzarse con Hortensia por primera vez quedaban cautivados, como si estuvieran contemplando la personificación misma de la primavera. Su atuendo, siempre compuesto por vestidos etéreos llenos de vuelos y lazos, danzaba con la brisa más leve, creando la ilusión de que la niña flotaba sobre el suelo. Este espectáculo, combinado con su sonrisa radiante y su trato afable hacia todos, la convertía en lo que su querida nana describía acertadamente como un "hermoso ángel terrenal".
Sus padres, enamorados de su pequeña hija, no concebían la idea de separarse de ella ni por un instante. Por ello, Hortensia se convirtió en su inseparable compañera de viajes, enriqueciendo cada aventura con su presencia luminosa.
Aquel verano, cuando Hortensia celebraba su décimo cumpleaños, la familia se encontraba en la pintoresca ciudad de Marsella. Este lugar se había convertido en el favorito de la niña, principalmente por un exuberante jardín que frecuentaba con entusiasmo. Allí, entre la sinfonía de colores de las flores y el revoloteo hipnótico de las mariposas, Hortensia se sentía en el paraíso. Perseguía a estos delicados insectos con una mezcla de alegría infantil y reverencia, quedándose embelesada cuando finalmente se posaban sobre los pétalos de alguna flor.
El jardín no solo era un refugio natural, sino también un punto de encuentro para artistas locales y viajeros. Pintores con sus caballetes desplegados capturaban la belleza del entorno en sus lienzos, mientras que turistas y lugareños paseaban, creando un ambiente vibrante y culturalmente rico que alimentaba aún más la curiosidad innata de Hortensia.
Los padres de Hortensia, prósperos empresarios, tenían numerosos negocios en el bullicioso y pintoresco viejo puerto de Marsella. Su residencia, una elegante mansión de estilo provenzal, se ubicaba en el encantador barrio de Le Panier, conocido por sus callejuelas empedradas y sus coloridas fachadas. Sin embargo, el corazón de Hortensia latía con más fuerza por la plaza Castellane en el Prado, un oasis urbano que albergaba un exuberante parque repleto de senderos serpenteantes, perfectos para sus aventuras e investigaciones sobre la naturaleza. Cada día, sin falta, Hortensia y su afectuosa nana, Madame Élise, pasaban horas sumergidas en la magia de aquel lugar.
Una tarde particularmente soleada, mientras Hortensia perseguía con entusiasmo a una mariposa de alas iridiscentes que parecía danzar en el aire, ocurrió algo extraordinario. La criatura alada, como si siguiera un guión invisible, se posó delicadamente sobre los pétalos aterciopelados de una rosa carmesí. Fue en ese momento, con la mirada fija en el fascinante espectáculo, cuando Hortensia percibió una presencia inesperada.
A pocos metros de distancia, parcialmente oculto tras un enorme bastidor, se encontraba un niño de su misma edad. Sus manos, manchadas de pintura, se movían con destreza sobre un lienzo, capturando la escena que se desarrollaba ante él. Hortensia, cautivada por la danza hipnótica de la mariposa y el néctar de la flor, apenas le prestó atención al joven artista, permaneciendo inmóvil durante lo que pareció una eternidad.
Los días siguientes se desenvolvieron como si fueran parte de un cuento mágico. La rutina se repetía con una precisión casi sobrenatural: Hortensia llegaba al parque en el lujoso automóvil familiar, acompañada por Madame Élise. Como por arte de magia, la misma mariposa (¿o acaso era otra?) aparecía, iniciando su vuelo errático. Sin dudarlo, Hortensia emprendía su persecución, sus rizos pelirrojos ondeando al viento, hasta que el insecto se posaba invariablemente en una flor cercana al mismo lugar.
Y allí estaba él, el misterioso niño pintor, en la misma posición, con sus ojos oscuros alternando entre el lienzo y la escena frente a él. Hortensia, intrigada pero aún absorta en su fascinación por la mariposa, apenas registraba su presencia constante.
Este ballet diario entre Hortensia, la mariposa y el joven artista comenzó a tejer una historia silenciosa en el corazón del parque, una historia que prometía desencadenar aventuras y descubrimientos más allá de lo que la pequeña podía imaginar en ese momento.
Aquella tarde de verano, el aire cargado de aromas florales, Hortensia permanecía inmóvil, absorta en su contemplación. Tras unos minutos de silenciosa observación, alzó la mirada, encontrándose con los ojos curiosos del pequeño artista que la observaba con intensidad. Con la espontaneidad propia de su edad, le regaló una sonrisa radiante y lo saludó con un gesto amistoso. El niño, sorprendido por el repentino contacto, se escondió rápidamente tras su lienzo, provocando una risa cristalina en Hortensia.
Su atención volvió a la mariposa, que ahora emprendía vuelo sobre el mar de flores multicolores. Estaba a punto de reanudar su persecución cuando la voz angustiada y entrecortada de Madame Élise rasgó el aire: