La Prometida

2 LA GRAN PÉRDIDA

La habitación del hospital donde reposaban los padres de Hortensia estaba envuelta en un silencio sepulcral, interrumpido únicamente por el monótono zumbido y los pitidos rítmicos de las máquinas de soporte vital. Este ambiente, tan ajeno a la calidez y vitalidad del hogar que conocía, aterrorizaba a la pequeña. Sin embargo, con una determinación impropia de su edad, Hortensia se aferraba a la esperanza, negándose a abandonar el lado de sus padres, convencida de que en cualquier momento abrirían los ojos y todo volvería a la normalidad.

Madame Élise, fiel guardiana de la niña, permanecía a su lado día y noche. Con cada visita de los médicos, la nana limpiaba sus propias lágrimas silenciosas, intentando ocultar la creciente desesperanza que se reflejaba en los rostros de los profesionales. Sus ojos, antes chispeantes de alegría, ahora estaban empañados por la preocupación y el dolor contenido.

Para Hortensia, en su inocencia infantil, la gravedad de la situación era difícil de comprender. Veía a los médicos y enfermeras, con sus batas blancas e inmaculadas, como ángeles guardianes que velaban por sus padres. En su mente, estos seres celestiales tenían el poder de despertar a mamá y papá de su largo sueño.

Pero aquella fatídica mañana, el destino decidió poner fin a la agonía de la espera. El cambio fue sutil al principio: el ritmo constante del monitor cardíaco de su madre, ese —pip-pip— que había sido la banda sonora de sus días en el hospital, se transformó en un tono continuo y desgarrador. Segundos después, como si estuvieran sincronizados en un último acto de unión, el monitor de su padre emitió el mismo sonido implacable.

En un instante, la habitación se llenó de una actividad frenética. Médicos y enfermeras irrumpieron en el espacio, sus voces urgentes y movimientos rápidos creando un torbellino de acción alrededor de las camas. Madame Élise, actuando por instinto, tomó a Hortensia en sus brazos y la sacó apresuradamente de la habitación, protegiéndola del caos y la tristeza que se desataba a su alrededor.

En el pasillo, sostenida firmemente por los brazos temblorosos de su nana, Hortensia sintió un cambio profundo en el aire, como si el mundo hubiera perdido de repente todos sus colores. A pesar de su corta edad, una comprensión dolorosa se asentó en su corazón: sus padres se habían ido para siempre, dejándola sola en un mundo que de repente parecía demasiado grande y aterrador.

Las lágrimas comenzaron a fluir silenciosamente por sus mejillas, mezclándose con los sollozos ahogados de Madame Élise. En ese momento, abrazada a la única familia que le quedaba, Hortensia sintió que su infancia terminaba abruptamente, dando paso a una realidad más dura y solitaria de lo que jamás había imaginado.

El día del sepelio amaneció gris y sombrío, como si el cielo mismo llorara la pérdida de los padres de Hortensia. Una multitud de rostros desconocidos inundó los jardines de la mansión familiar, convertida ahora en un mar de trajes negros y voces susurrantes. Hortensia, pequeña y frágil en su vestido de luto, observaba con ojos vidriosos a los asistentes, buscando en vano una cara familiar entre la marea de extraños.

La ausencia de otros familiares pesaba sobre ella como una manta de soledad. Sus padres, ambos huérfanos, habían construido su propia familia, dejando a Hortensia sin abuelos, tíos o primos que pudieran arroparla en este momento de profundo dolor. Solo el recuerdo de las historias que sus padres contaban sobre un querido amigo en tierras lejanas ofrecía un tenue rayo de esperanza en medio de la oscuridad.

El viejo abogado de la familia, el Sr. Durand, con su traje impecable y su rostro arrugado por años de servicio leal, se movía entre los invitados con una eficiencia silenciosa. A su lado, el Sr. Lefèvre, director de una de las empresas más importantes del imperio empresarial de su padre, colaboraba en la organización del evento, sus ojos reflejando una mezcla de tristeza y preocupación por el futuro del legado familiar.

En medio de este torbellino de emociones y responsabilidades, Madame Élise permanecía como un faro de consuelo y estabilidad para Hortensia. La nana, con su mano firme pero gentil sobre el hombro de la niña, no se apartó ni un momento de su lado. Su presencia constante, sus abrazos reconfortantes y sus palabras suaves susurradas al oído de Hortensia, hicieron que el peso insoportable de la pérdida fuera, de alguna manera, más llevadero.

Mientras la ceremonia avanzaba, Hortensia se aferraba a la mano de Madame Élise como si fuera su ancla en un mar tempestuoso. Observaba con una mezcla de confusión y tristeza cómo los ataúdes de sus padres descendían lentamente a la tierra. Cada puñado de tierra arrojado sobre las tumbas parecía sellar no solo el destino de sus padres, sino también el fin de su infancia despreocupada.

A medida que la multitud comenzaba a dispersarse, dejando tras de sí un rastro de condolencias y miradas compasivas, Hortensia se encontró de pie frente a las lápidas recién colocadas. Con Madame Élise a su lado, la niña sintió que el mundo a su alrededor se transformaba. Ya no era la pequeña princesa mimada de un cuento de hadas, sino una huérfana enfrentando un futuro incierto.

En ese momento, mientras las últimas notas del réquiem se desvanecían en el aire, Hortensia hizo una promesa silenciosa a sus padres y a sí misma. Aunque el camino por delante parecía oscuro y solitario, ella encontraría la fuerza para seguir adelante, honrando la memoria de aquellos que tanto la amaron y construyendo un futuro digno del legado que le habían dejado.




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