La Prometida

3 EL COLEGIO

El colegio en Suecia se alzaba majestuoso entre frondosos bosques de abetos y abedules, sus torres de piedra gris contrastando con el verde intenso del paisaje nórdico. Para Hortensia, este nuevo hogar era una mezcla de asombro y melancolía, un refugio acogedor pero ajeno a todo lo que había conocido.

Su pequeño apartamento, decorado con sobria elegancia, lo compartía con Miranda, una niña tan silenciosa como las sombras que se deslizaban por los pasillos al atardecer. Miranda, al igual que Hortensia, cargaba con el peso de la orfandad, pero su historia estaba teñida de un tono aún más sombrío. La ruina familiar y el rechazo de sus parientes la habían llevado a este rincón del mundo, donde parecía querer desaparecer entre las paredes.

El cabello de Miranda, negro como el ala de un cuervo y brillante como la obsidiana pulida, caía como una cortina sobre su rostro, ocultando unos ojos que rara vez se atrevían a mirar directamente a los demás. Sus pestañas, espesas y largas, proyectaban sombras sobre sus mejillas pálidas, y sus cejas abundantes enmarcaban una expresión de perpetua tristeza.

En las raras ocasiones en que Miranda hablaba, su voz era apenas un murmullo, como el susurro del viento entre las hojas de otoño. Sus palabras, difíciles de descifrar, parecían perderse en el aire antes de llegar a los oídos de quienes la rodeaban.

Hortensia, sumida en su propio dolor y añoranza, apenas reparaba en la presencia de su compañera de cuarto durante las primeras semanas. Su mundo se había reducido a los recuerdos de sus padres y a la presencia reconfortante de Madame Élise, su fiel nana, quien se había convertido en su ancla en este mar de cambios.

Madame Élise, con su instinto maternal y su corazón compasivo, fue quien primero tendió puentes hacia la silenciosa Miranda. Con paciencia infinita, la nana intentaba incluir a la taciturna niña en las pequeñas rutinas diarias que compartía con Hortensia: la hora del té, los paseos por los jardines del colegio, las sesiones de lectura junto a la chimenea en las frías tardes suecas.

Poco a poco, la presencia constante y cálida de Madame Élise comenzó a derretir el hielo que parecía rodear a Miranda. Aunque los cambios eran sutiles, Hortensia empezó a notar cómo su compañera levantaba la mirada un poco más a menudo, cómo sus hombros parecían menos tensos cuando Madame Élise estaba cerca.

Una tarde, mientras Hortensia observaba distraídamente por la ventana, escuchó algo que la sacó de su ensimismamiento. Era la voz de Miranda, aún suave pero más clara que nunca, respondiendo a una pregunta de Madame Élise. Sorprendida, Hortensia se giró para mirar a su compañera y, por un breve instante, sus miradas se cruzaron.

En ese momento, Hortensia vio algo en los ojos de Miranda que resonó profundamente en su interior: un reflejo de su propio dolor, de su propia soledad. Y fue entonces cuando comprendió que, quizás, en este lugar tan lejano de todo lo que había conocido, había encontrado a alguien que podía entender verdaderamente lo que sentía.

Con esa realización, algo cambió en Hortensia. La niebla de su tristeza comenzó a disiparse, dando paso a una curiosidad creciente por la niña silenciosa que compartía su espacio y, ahora lo entendía, también su dolor. Tal vez, pensó Hortensia, juntas podrían encontrar un camino a través de la oscuridad que las rodeaba, hacia un futuro menos solitario.

El invierno sueco se cernía sobre el colegio como un manto implacable, cubriendo el paisaje con una blancura que a Hortensia le resultaba abrumadora. Acostumbrada a los cálidos veranos y las exuberantes primaveras de su tierra natal, la niña no podía evitar sentirse atrapada en un mundo de hielo y silencio.

Desde la ventana de su habitación, Hortensia observaba con desaliento el interminable descenso de los copos de nieve. Sus ojos, antes chispeantes de alegría, ahora reflejaban la melancolía de quien añora el calor del sol y el aroma de las flores en plena floración. No podía comprender por qué sus padres habían elegido este lugar tan remoto y gélido para su educación. Cada mañana, al vestirse con capas y capas de ropa que restringían sus movimientos, sentía como si el frío no solo envolviera su cuerpo, sino también su espíritu.

Sin embargo, en medio de este paisaje invernal, Hortensia encontró un refugio inesperado: la biblioteca del colegio. Este santuario de conocimiento se convirtió en su escape, un lugar donde podía viajar a mundos lejanos y cálidos a través de las páginas de innumerables libros. La rutina escolar, que al principio le parecía monótona, pronto se transformó en una aventura intelectual que la sumergió en un océano de sabiduría y fantasía.

Horas y horas pasaba Hortensia entre estanterías repletas de volúmenes, devorando historias fantásticas y hechos reales con igual voracidad. Su mente ávida absorbía conocimientos como una esponja, y pronto se encontró perdiéndose en las páginas, olvidando el tiempo y el espacio que la rodeaban. Tan absorta estaba en sus lecturas que Madame Élise, su fiel nana, tenía que buscarla cada tarde, recordándole gentilmente que existía un mundo más allá de los libros.

La pasión de Hortensia por la lectura no pasó desapercibida para sus maestros. Si bien admiraban su sed de conocimiento, comenzaron a preocuparse por su falta de actividad física y su tendencia al aislamiento. Tras largas deliberaciones, decidieron que era necesario que la niña se involucrara en algún deporte, esperando que esto equilibrara su desarrollo y la ayudara a socializar más con sus compañeros.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.