La Prometida

4 COMPAÑEROS DE ESTUDIOS

Aquella tarde gélida, Hortensia se encontraba, como de costumbre, sumergida en las páginas de un libro, ajena al mundo que la rodeaba. El silencio de la pista de hielo se vio repentinamente interrumpido por un estruendo seguido de un grito desgarrador. Sobresaltada, levantó la vista de su lectura para presenciar una escena que le heló la sangre más que el frío sueco.

Dos niñas, con rostros desfigurados por la crueldad, empujaban repetidamente a Miranda contra la barrera de la pista. La silenciosa compañera de Hortensia, normalmente invisible para el mundo, ahora era el centro de una brutal demostración de mezquindad infantil.

Algo se encendió en el interior de Hortensia. El recuerdo de su propia soledad y vulnerabilidad se mezcló con una indignación ardiente que la impulsó a actuar. Con una determinación que desconocía poseer, se lanzó a la pista, sus pies inseguros sobre el hielo, pero su voz firme y clara.

—¡Déjenla en paz! —gritó Hortensia, sus palabras resonando en el aire helado. Las agresoras se giraron hacia ella, sus ojos brillando con una malicia que prometía extender su crueldad a esta nueva intrusa.

Justo cuando parecía que Hortensia iba a compartir el destino de Miranda, una figura se deslizó entre ellas con la gracia y velocidad de un rayo sobre el hielo. Era un niño, ágil y decidido, que en un instante tomó las manos de Miranda y Hortensia, arrastrándolas lejos del peligro. Su mirada, clavada en las agresoras, irradiaba una intensidad que las disuadió de cualquier intento de persecución.

Ya a salvo, los tres se sentaron en un banco cercano, quitándose los patines en un silencio cargado de emociones contenidas. El niño fue el primero en romper el hielo, tanto literal como figuradamente.

—No se dejen intimidar por esas chicas —comenzó, con firmeza—. Siempre se comportan así con las recién llegadas, especialmente si son tan hermosas como ustedes.

Hortensia, sorprendida por el cumplido inesperado, sintió un leve rubor en sus mejillas. Superando su timidez inicial, respondió:

—Muchas gracias por ayudarnos y por el cumplido. Me llamo Hortensia y esta es mi amiga Miranda —se presentó con amabilidad

—Mucho gusto —sonrió el chico, sus ojos brillando con una calidez que contrastaba con el frío ambiente—. Yo soy Andrés. ¿Qué les parece si vamos por un chocolate caliente? Este frío me está calando los huesos.

Hortensia dudó por un momento. Su instinto de autoprotección, forjado por la pérdida y el dolor, le susurraba que mantuviera las distancias. Sin embargo, algo en la sonrisa sincera de Andrés y en la forma en que había acudido en su ayuda sin dudarlo, la hizo reconsiderar.

—No tienes por qué invitarnos —dijo finalmente, con gratitud y cautela—. Ya nos has salvado.

Andrés, la miró por un instante, y percibiendo la reticencia de Hortensia, suavizó aún más su tono:

—No es una obligación, es un placer. Además, creo que todos podríamos usar un poco de calor y compañía después de lo ocurrido. Vamos chicas no me van a dejar plantado. Miranda, tú que dices, ¿no quieres un rico chocolate caliente?

Miranda, que hasta ese momento había permanecido en silencio, miró a Andrés asustada, pero sorprendió a todos al hablar con una voz apenas audible:

—Yo, este, creo, bueno, no sé...

—¡Ja, ja, ja! Pero ¿qué te pasa? ¿Se te ha trabado la lengua? —rió Andrés con simpatía—. No quiero más evasivas. Vamos, Hortensia, síganme a la cafetería. Es justo ahí al doblar.

Hortensia miró a su compañera con asombro. Era la primera vez que la escuchaba expresar un deseo propio. Este pequeño acto de valentía por parte de Miranda terminó de inclinar la balanza.

—Está bien —accedió Hortensia, una pequeña sonrisa formándose en sus labios—. Vamos por ese chocolate Miranda, de todas maneras nos hace camino a nuestra casa.

Andrés sonrió complacido y a la vez intrigado por este último comentario, no pudo evitar preguntar:

—¿Vivís juntas, chicas?

—Sí, vivimos juntas —respondió Hortensia, mientras señalaba hacia un edificio cercano—. En aquel apartamento que ves justo allí en la esquina.

Mientras hablaba, Hortensia notó a su nana observándolas desde el balcón. Con ese gesto, quería que Andrés supiera que no vivían solas. A pesar de su corta edad, era muy precavida, tal como le había enseñado su inseparable niñera. Andrés siguió la mirada de Hortensia y vio a la mujer en el balcón. Asintió comprensivamente, entendiendo el mensaje implícito.

—Qué bueno que tengan a alguien que las cuide —comentó con sinceridad—. Bueno, ¿qué les parece si nos apuramos? Ese chocolate caliente nos está esperando.

Ya habían salido de la pista de patinaje y caminaban por un pequeño sendero rumbo a la cafetería al otro lado de la calle, de donde podían divisar su apartamento. De repente, Andrés se detuvo.

—¿No me digan que ustedes son las que viven en el trescientos dos? —preguntó con asombro.

—Sí, ¿cómo lo sabes? —inquirió Hortensia con desconfianza.

—Pues yo soy el inquilino del apartamento del frente, el trescientos uno —confesó Andrés mostrando la llave con el número.

—Qué coincidencia —dijo Hortensia incrédula. No sabía por qué, pero este niño le caía muy bien—. Pero... ¿por qué no te habíamos visto antes?




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