Hortensia miraba a su nana con ojos desorbitados, sintiendo que el mundo a su alrededor se desmoronaba. La traición que percibía era como un puñal que se clavaba una y otra vez en su corazón. Incluso su nana, la mujer que la había criado y amado como una madre, ahora le parecía una extraña, una cómplice más en esta red de mentiras que la envolvía.
Su mente giraba en un torbellino de emociones contradictorias: ira, dolor, confusión y una profunda sensación de soledad. Cada rostro familiar se transformaba en una máscara de engaño, cada recuerdo feliz se teñía de duda. ¿Habían sido todos esos momentos una elaborada farsa?
El aire a su alrededor se volvía denso, casi irrespirable. Sentía que las paredes de la habitación se cerraban sobre ella, aprisionándola en un mundo donde ya no sabía en quién confiar. Sus manos temblaban incontrolablemente mientras sus ojos recorrían frenéticamente la estancia, buscando desesperadamente algo o alguien que pudiera anclarla a la realidad que conocía.
Su corazón latía con tanta fuerza que podía escucharlo retumbar en sus oídos, ahogando las palabras de consuelo que su nana intentaba ofrecerle. Un sudor frío le recorría la espalda, y sentía que en cualquier momento sus piernas cederían bajo el peso de tantas revelaciones.
La sensación de pérdida era abrumadora. No solo había perdido su herencia, sino también la confianza en aquellos que amaba. Se sentía como una niña pequeña y desamparada, perdida en un mundo hostil y desconocido.
Las lágrimas que había estado conteniendo comenzaron a brotar sin control, nublando su visión y mezclándose con los sollozos que sacudían su cuerpo. Era como si toda la angustia, la rabia y el miedo que había acumulado finalmente encontraran una salida.
Hortensia se llevó las manos a la cabeza, enredando sus dedos en su cabello, tratando desesperadamente de aferrarse a algo que pudiera darle sentido a todo. Su respiración se volvía cada vez más errática, y sentía que el pánico se apoderaba de ella.
En ese momento, al borde del colapso, Hortensia anhelaba con todas sus fuerzas que alguien, quien fuera, apareciera para rescatarla de este tormento. Buscaba con la mirada algún rostro amigo, alguna mano extendida que pudiera sacarla de este abismo de desconfianza y desesperación en el que se estaba hundiendo.
Pero a medida que la realidad de su situación se asentaba, Hortensia comenzaba a darse cuenta de que la única persona que podía salvarla era ella misma. Y esa comprensión, esa responsabilidad, era quizás lo más aterrador de todo.
La nana, con la sabiduría que solo los años pueden otorgar, se apresuró a tomar a Hortensia de la mano. Con delicadeza, la guió hasta el sofá, obligándola suavemente a sentarse. Mientras le acercaba un vaso de agua a los labios temblorosos, sus ojos, llenos de preocupación, escudriñaban el rostro descompuesto de la joven.
—Mi niña —susurró la nana, su voz teñida de ternura y preocupación—, ¿de qué Andrés hablas? Creí que era Manuelito tu amigo de la infancia. ¿Qué tiene que ver Andrés en todo esto? ¿Acaso vino a tu fiesta sin que me diera cuenta?
Hortensia, con los ojos vidriosos y la respiración entrecortada, miró a su nana. Por un momento, pareció que iba a hablar, pero en lugar de eso, se puso de pie de un salto, como si el sofá quemara. El vaso de agua cayó al suelo, derramando su contenido.
—¡Ay, nana! —gritó Hortensia, su voz quebrándose—. ¡Tú no entiendes nada! ¡Nadie entiende!
Sin más explicaciones, Hortensia salió corriendo hacia las escaleras, sus sollozos resonando en la casa. La nana, atónita, nunca la había visto en tal estado de angustia. Mientras la anciana se disponía a preparar una tila para calmar los nervios de su niña, Miranda apareció en la cocina, el rostro pálido y preocupado.
—Nana, ¿has visto a Hortensia? —preguntó soltando todo a su paso.
—Está en su habitación, mi niña. Nunca la he visto así... ¿Qué ha pasado? —preguntó con ansiedad.
Miranda suspiró profundamente, tomando la bandeja con la tila que le extendía la mano en lo que se quitaba los zapatos.
—Es una larga historia, nana. Ahora debo ir con ella —dijo con seriedad y se apresuró a ir donde Hortensia
—Hazla que se tome la tila —dijo la nana, señalando la taza humeante—. Y por favor, cuida de ella.
Miranda asintió y subió las escaleras con paso decidido. Al entrar en la habitación de Hortensia, la encontró tumbada en la cama, su cuerpo sacudido por sollozos silenciosos.
—Hortensia —llamó suavemente, acercándose a la cama—. Déjame ayudarte.
Con ternura, Miranda ayudó a su amiga a quitarse el vestido de fiesta y a ponerse algo más cómodo. Le ofreció la tila, sosteniéndola mientras Hortensia bebía entre hipidos. Luego, sin decir palabra, se acostó a su lado, abrazándola fuertemente.
En el silencio de la habitación, solo interrumpido por los sollozos cada vez más débiles de Hortensia, Miranda reflexionaba. Si para ella había sido impactante descubrir la verdadera identidad de Andrés, no podía ni imaginar el torbellino de emociones que estaría experimentando su querida amiga. Con un suspiro, estrechó aún más su abrazo, dispuesta a ser el pilar que Hortensia necesitaba en ese momento de crisis.
Miranda, acariciando suavemente el cabello de Hortensia, reflexionaba sobre la cruel ironía de la situación. Sabía que desde pequeña, su amiga amaba a Andrés con una devoción inquebrantable. Era él en quien más confiaba, su confidente, su roca.