Miranda tomó a Andrés, que parecía un alma sin vida, por un brazo y lo llevó hasta el jardín. Allí, le reprochó todas sus mentiras y engaños. Él solo la escuchaba en silencio, sin defenderse. Aceptó cada una de las cosas de las que ella lo acusaba y, de vez en cuando, trataba de disimular una lágrima que rodaba de sus ojos. Amaba a Hortensia, pero la había herido profundamente.
Al verlo tan aturdido, desesperado y angustiado, Miranda dejó de atacarlo y le permitió ver a su amiga. Se alejó para darles un poco de privacidad y, aunque no escuchaba lo que él le susurraba, notó que el sueño de su amiga dejó de ser agitado. Por ello, se alejó por completo de la habitación sin entender aún las acciones de su amigo.
Cada día, Andrés visitaba la casa de Hortensia, que dormía interminablemente, como si se negara a despertar para enfrentar la realidad. Los días pasaban lentamente, cada uno más pesado que el anterior. Miranda observaba con preocupación cómo Andrés se consumía por la culpa y el dolor, mientras Hortensia permanecía sumida en un sueño profundo, como si su mente se negara a enfrentar la realidad que la esperaba al despertar.
Una mañana particularmente gris, Miranda se encontraba en la cocina preparando un té cuando escuchó los pasos familiares de Andrés subiendo la escalera. Decidió darles privacidad, como había hecho en los últimos días, pero algo en su interior la impulsó a seguirlo sigilosamente.
Desde el umbral de la puerta, Miranda presenció una escena que le partió el corazón. Andrés estaba de pie junto a la cama de Hortensia, mirándola con una mezcla de amor y desesperación. Una lágrima solitaria rodaba por la mejilla de la joven dormida, como si incluso en sus sueños sintiera el peso de la traición.
Andrés, con manos temblorosas, tomó a Hortensia en sus brazos y la acunó suavemente. Miranda contuvo la respiración, escuchando el suave murmullo de las palabras que Andrés susurraba al oído de su amada. Aunque no podía distinguir lo que decía, el tono de su voz estaba cargado de arrepentimiento, amor y una súplica silenciosa por perdón.
Con infinita ternura, Andrés depositó un beso suave en los labios de Hortensia antes de recostarla nuevamente en la cama. Miranda se apartó rápidamente cuando lo vio girarse para salir de la habitación. Mientras Andrés bajaba las escaleras, Miranda lo interceptó en el pasillo.
—Andrés —lo llamó con voz suave—, ¿por qué no me cuentas la verdad? Tal vez pueda ayudar.
Él la miró con ojos cansados y llenos de pesar. Se veía realmente cansado, sus ojos rojos como si hubiese llorado. Miró a Miranda en desespero y soltó todo su aire antes de hablar.
—Miranda, yo... —comenzó, pero su voz se quebró—. Lo hice todo mal. Quería protegerla, pero terminé lastimándola más que nadie.
Sin embargo, cuando Miranda creyó que su buen amigo le iba a confesar toda su verdad, una llamada lo hizo retirarse apresuradamente, prometiendo que un día le contaría todo. El misterio que rodeaba a Andrés parecía crecer con cada momento que pasaba.
Nadie nunca supo lo que él le susurró al oído a Hortensia aquella mañana, pero lo cierto es que, al siguiente día, ella se levantó radiante y feliz. Estaba más delgada, pero se veía llena de una energía renovada, como si hubiera despertado de un largo sueño reparador. Bajó como siempre, llena de alboroto a la cocina, pidiendo el desayuno que ya estaba listo. Hablaba sin parar, sus palabras fluyendo como un río desbordado, pero curiosamente, no mencionaba a Andrés. Era como si su nombre se hubiera borrado temporalmente de su memoria.
Miranda se retiró para ir a trabajar, observando con una mezcla de alivio y preocupación el cambio en su amiga. Hortensia salió al jardín, donde se quedó observando las mariposas que revoloteaban entre las flores, sus ojos brillando con una inocencia recuperada. El doctor la visitó y aconsejó que no la forzaran a recordar, que ella iría recuperando sus memorias poco a poco, como piezas de un rompecabezas que se van encajando lentamente.
Andrés, o Manuel como ahora se hacía llamar, vino de visita. Al verlo, Hortensia salió corriendo a su encuentro, llenándolo de abrazos y besos efusivos, como si fuera un viejo amigo al que no veía hace tiempo. Lo bombardeó con preguntas, y él, con una paciencia infinita, le contestaba amablemente mientras se dedicaba a pintarla, capturando en el lienzo no solo su imagen, sino también la esencia de su espíritu renacido.
Todos los días la sacaba a pasear cerca del mar, donde ella podía quedarse por horas, mirando en la lejanía con aquella mirada triste que le partía el corazón a Andrés. Era como si, en esos momentos de contemplación, algo en lo profundo de su ser intentara recordar, luchando contra el velo que cubría sus recuerdos más dolorosos.
Mientras observaba a Hortensia junto al mar, Andrés no podía evitar sentir culpa. Sabía que tarde o temprano tendría que enfrentar la verdad, pero por ahora, se contentaba con estos momentos de paz robados al destino, guardando en su corazón cada sonrisa y cada gesto de la mujer que amaba, consciente de que el futuro era tan incierto como las olas que rompían en la orilla.
En verdad, el destino no había sido benévolo con Manolito tampoco. Su padre había perecido en el mismo trágico accidente que se llevó a los padres de Hortensia, entrelazando sus vidas en un nudo de dolor compartido. Su madre, aunque viva, yacía postrada por una enfermedad implacable, incapaz de cuidar de él. Fue ella quien, en un acto desesperado por protegerlo, decidió cambiarle el nombre y enviarlo a aquella escuela de huérfanos en Suecia, cerca de Hortensia, pero con la estricta prohibición de revelar su verdadera identidad a la chica o a cualquier otra persona.