«No puedo amarte como quisiera, porque mis pasos están destinados a otro camino,
un sendero donde no hay espacio para tus brazos, donde no hay lugar para tu amor.
Lo sé, aunque me duela más que cualquier cosa, porque hay promesas que no se rompen,
por más que arda en mi pecho este deseo inextinguible de ti».
El sonido metálico de la ruleta en movimiento resuena en la sala. Sus colores rojo y negro se mezclan en un espiral que parece hipnotizar a los dos jugadores presentes. Kaia, como cada noche, se encuentra detrás de la mesa, observando el vaivén de la bola blanca que define la suerte o infortunio de los apostadores.
Observa cómo la pequeña esfera de marfil danza sobre los números, saltando de una casilla a otra con pequeños clics rítmicos. Para las dos personas que apuestan, el tiempo se suspende en cada giro de la ruleta, y el casino se sumerge en una expectante quietud, rota solo por el murmullo de otros jugadores y sus ocasionales suspiros o gritos de frustración o alegría.
El jugador uno apuesta a una combinación de números, distribuyendo sus fichas estratégicamente. El jugador dos hace lo mismo, colocando sus apuestas en números diferentes del tablero. Kaia observa con atención mientras la bola gira y gira depositándose en el número 18.
Con una precisión admirable y movimientos calculados, recoge las fichas de las apuestas perdedoras y deja las del número ganador intactas. Luego, sus ágiles dedos cuentan y distribuyen las fichas ganadoras sin perder su expresión serena y atenta.
Una y otra vez, recoge y reparte, con la misma destreza y precisión, dejando la mesa lista para la próxima jugada. Sus manos se mueven con tal habilidad que casi parece que no tocan las fichas.
Afortunadamente, para ella, es una noche tranquila. Solo esos dos clientes se encuentran en su mesa, apostando con desgana después de varias rachas perdedoras, como si ya hubiesen perdido la esperanza de recuperar lo que han invertido. Kaia por su parte, solo anhela que la noche termine pronto para volver a su pequeño apartamento y entregarse a los dulces brazos de Morfeo.
—Número 17. No hay ganador —anuncia Kaia con voz clara y monótona. Sus manos, elegantes y firmes, recogen las fichas.
Un suspiro de resignación se escapa de los dos hombres que juegan en la mesa. Ambos miran sus fichas con desdén antes de volverse hacia Kaia, esperando la siguiente ronda.
Ella se esfuerza en concentrarse, la fatiga la arrastra constantemente hacia un abismo de pensamientos dispersos e inapropiados. Sus músculos están tensos, y cada movimiento le recuerda las interminables horas que ha pasado trabajando. El cansancio ya no es una novedad en su vida; es una compañía constante, casi un estado natural. La rutina en el casino siempre ha sido extenuante, cada jornada se siente como una prueba de resistencia. Sin embargo, en el fondo, sabe que no puede quejarse. Ese trabajo le ofrece un poco de estabilidad económica y es lo único que importa.
Tampoco es nuevo para ella, esa percepción que tiene de que el mundo es mucho más oscuro, con mucho menos brillo, aunque ahora, las luces de la ciudad se ven más distantes, apagadas, como si el leve fulgor que aún quedaba en su mundo hubiera sido absorbido por la niebla de su propia mente. La rutina parece más pesada, las personas a su alrededor más lejanas, y el aire más denso.
Sin embargo, hay algo que se resiste a apagarse. Algo que se destaca entre las sombras de su desilusión, algo que refulge con luz propia. Y es el recuerdo de aquella noche que resplandece como un diamante en su memoria. Aunque, al mismo tiempo, esa piedra se torna afilada y la lastima.
Es doloroso y hermoso al mismo tiempo, y Kaia no sabe qué hacer con esa contradicción. Cada vez que lo recuerda, el anhelo se mezcla con la frustración. El deseo que siente por él la desgasta, pero a la vez sabe que no puede permitirse sucumbir. Es una atracción peligrosa, una línea fina entre lo que podría ser y lo que jamás será. Y esa dualidad, esa constante guerra interna entre lo que quiere y lo que sabe que no puede tener, la hace sentir más atrapada que nunca.
Sin embargo, en los momentos más silenciosos, en esos instantes en los que está sola consigo misma, esa pequeña voz traicionera empieza a susurrar. Es un susurro tenue, apenas perceptible, pero lo suficientemente fuerte como para colarse en su mente y no dejarla en paz.
«Debiste irte con él».
Pero, en realidad, ella sabe que ceder a ese deseo no hubiera sido solo un momento de placer fugaz. Era algo mucho más grande, mucho más peligroso. Si se hubiera con él, sabe muy bien que habría terminado en la cama de Serkan, se habría entregado a él y a un placer que sabía, con toda certeza, que después la dejaría vacía.
Un encuentro así, con alguien como él, no se limitaba a un simple deseo, a un momento pasional. Habría sido una explosión de emociones, de sensaciones, de entrega total… y esa entrega no podría haber quedado allí. Se habría quedado con ella, ardiendo, consumiéndola desde dentro.
Ella no puede… no debe permitirse ese tipo de vulnerabilidad. No puede darse el lujo de quedarse atrapada en algo que, aunque placentero en el momento, le dejaría una marca imborrable. Si sucumbía a esa tentación, si cedía a lo que su cuerpo pedía, no solo se arriesgaba a perderse en el deseo, sino también a lo que su alma habría terminado sintiendo después, cuando el éxtasis se disipara.
Editado: 18.01.2025