Las hojas secas crujían bajo los apresurados pies que atravesaban el cementerio. Era un sonido familiar de otoño, sin embargo, a la medianoche y buscando ser discretos, resultaba un inconveniente.
Cobijado por la oscuridad, alguien soltó una risita nerviosa. Casi de inmediato, alguien más le acompañó con otra.
—¡Silencio! —ordenó Devon Durand a la cabeza del grupo en lo que era a la vez un susurró y un ladrido.
Colette se alegró de no haber sido ella la que rompiera el silencio. Habría apostado lo que fuera a que iba a ser la primera a la que los nervios traicionaran, era un alivio que hasta ahora estuviera resistiendo.
Por el rabillo del ojo vio la silueta de Sabrina zigzagueando entre las tumbas. Aún no podía creer que su tímida amiga hubiera accedido a venir, pero aquí estaba ella, andando a hurtadillas entre las sombras.
Ya fuera por la oscuridad o por distracción, en ese preciso momento, Sabrina tropezó con una de las lápidas y se fue de bruces al suelo soltando un sonoro alarido.
—¡Cuidado! —exclamó Colette acercándose para ayudarla.
—¡Silencio! —repitió Devon y, a pesar de que no podía verle el rostro, Colette supo que estaba colorado del enojo.
—Se tropezó —le informó Colette en tanto que alzaba a Sabrina del suelo.
Una figura alta se acercó a ellas, la luna reflejaba sobre su cabello rubio cuando estiró la mano hacia Sabrina.
—Aguanten, chicas, ya casi llegamos —dijo André Muller afablemente.
—Gracias —suspiró Sabrina con las mejillas en llamas.
Sin mediar palabra, Colette entrelazó su brazo al de su amiga para que anduvieran juntas el resto del trayecto.
—¿Te hiciste daño? —inquirió en un susurro unos pasos más adelante.
—No, pero mi falda se llenó de lodo, ¿cómo lo explicaré en casa? Sabía que venir era mala idea —se lamentó Sabrina.
—Ya estamos aquí —fue lo único que se le ocurrió decir a Colette.
—Mis padres creen que duermo en tu casa, ¿qué razón tendré para estar hecha un lodazal?
—Ya se nos ocurrirá una forma de justificarlo —la tranquilizó Colette.
—Por aquí —escucharon decir a Devon.
El grupo entero apresuró el paso, todos estaban ansiosos por llegar.
Colette echó una mirada sobre su hombro. Aún se podía apreciar la verja de acceso sobre la cual leía la leyenda: Cementerio de la ciudad de Encenard.
¿Habían vuelto a cerrar la verja? Caramba, esperaba que sí. De otro modo, alguien se percataría de la presencia del grupo y entonces sí que se meterían en un buen lío. El acceso estaba estrictamente prohibido después del atardecer y mucho más a la medianoche. Su incursión era una insensatez y, sin embargo, ¿cómo resistirse a tan pícaro plan?
Desde que Ruth Muset le había mencionado la idea de colarse al cementerio a contar historias de terror, Colette supo que tenía que hacerlo. Le encantaban los cuentos de terror, añadirle el toque de lo prohibido y lo espeluznante del cementerio resultó irresistible.
—Aún estamos a tiempo de arrepentirnos, demos la vuelta y volvamos —sugirió Sabrina con la voz saturada de ansiedad.
—¿Perdiste la cabeza? Yo no pienso irme ahora. Vuélvete tú si tantas ganas tienes —espetó Colette sabiendo que su amiga no lo haría.
Sabrina miró el camino que había recorrido, la sola idea de desandarlo sola entre tumbas se le antojó impensable. Por nada del mundo se separaría del grupo sola.
—Un par de historias y nos retiramos —propuso como alternativa.
La única respuesta que obtuvo de Colette fue un par de palmaditas condescendientes en el hombro.
El grupo se detuvo a la señal de Devon en una especie de claro a unos cuantos metros.
—Este es el lugar —informó satisfecho.
Como si lo hubiesen acordado previamente, todos tomaron asiento formando un círculo. Devon y André, Ruth y Loreta a su derecha, Fred y Cassius a su izquierda, Colette y Sabrina en paralelo.
La oscuridad se llenó de risitas sofocadas. No era común que jóvenes de su posición desobedecieran a sus padres, mucho menos a la autoridad. En especial, André, Devon, Sabrina y Colette, puesto que ellos cuatro formaban parte de un grupo muy especial: sus padres eran todos caballeros de Su Majestad el rey Esteldor. De saberse lo que estaban haciendo se desataría un escándalo que correría como pólvora por el reino.
Colette sabía que cualquier joven sensata estaría aterrada en su lugar, justo como lo estaba Sabrina. Sin embargo, era lo suficientemente honesta para admitir que la sensatez no era uno de sus fuertes y ella, en vez de asustarse, consideraba que los riesgos añadían mucha emoción a la velada.
—¿Quién va a empezar? —preguntó Cassius.
Ocho pares de ojos se miraron unos a otros inquisitivos, mas nadie pronunció palabra.
—Oh, cada quien debía preparar una historia. No es posible que nadie lo haya hecho —se quejó Loreta en el tono mimado que usaba para todo.
—Yo empiezo —se ofreció Devon acercándose al único quinqué que habían traído para que la luz le diera un tono más dramático a su relato—. ¿Han escuchado la leyenda del Loco Norton?