El grupo se desbandó en un suspiro. A Colette no le dio tiempo de ver a dónde huían los demás, salió corriendo de la mano de Sabrina con el corazón en un puño.
Las hojas bajo sus pies ahora parecían crujir con tal fuerza que más asemejaban cáscaras de huevo.
Él no, pensó Colette para sus adentros. Habría sido cien veces preferible que los encontrara su padre. Se habría metido en problemas, muchos problemas, pero al menos la opinión que él tenía de ella no se habría visto empañada por esta travesura.
Había sido una terrible omisión no sopesar el riesgo de que Quentin la encontrara. ¿Cómo se le había podido pasar por alto? Desde hacía algunos años, tras su valiente participación durante la guerra contra el reino de Poria, él lideraba un escuadrón de la guardia real y una de sus funciones eran las rondas nocturnas para mantener el orden.
¿Qué iba a pensar el gallardo Quentin Schubert si la encontraba fuera de casa a la medianoche tonteando con sus amigos? Su opinión de ella quedaría por los suelos. La creería una muchacha disoluta. Cualquier posibilidad de que la quisiera tomar por esposa quedaría anulada y aquello simplemente no podía ser. Quentin y Colette habían nacido para estar juntos, no iba a dejar que una nimiedad como esta se interpusiera entre ellos.
El temor de ser descubierta le dio el impulso suficiente no solo para correr, sino para llevar a Sabrina con ella hasta detrás de una suntuosa cripta, escondite más que suficiente para ambas.
Una vez agazapadas detrás de uno de los muros de la cripta, fueron capaces de distinguir los sonidos de la persecución. Las pisadas frenéticas de sus amigos, el relincho de los caballos y las órdenes gritadas por los miembros de la guardia para que se detuvieran.
—Te dije que venir era una pésima idea —susurró Sabrina.
—No sé por qué siempre terminamos haciendo lo que yo digo, si la razón te asiste a ti con mucha más frecuencia —admitió Colette con el corazón en la garganta.
El frío de la hierba a sus pies se colaba por debajo de sus faldas, helándoles las piernas. Muy rápido se dieron cuenta de lo incómodo que iba a ser estar ocultas ahí por mucho rato.
Para enorme alegría de ambas, los sonidos de la persecución comenzaron a alejarse. Por quién sabe qué afortunado azar, el escuadrón no las había visto y ahora se alejaba tras el resto del grupo.
—Estuvo cerca —suspiró Colette, sintiendo cómo la tensión se alzaba de su esbelto cuerpo.
—Más cerca de lo que crees.
La voz de Quentin a sus espaldas le dio el peor susto de su vida. A razón del grito que pegó Sabrina, ella lo había sentido igual.
Coordinadas al segundo, ambas amigas se incorporaron y dieron la media vuelta. Aún en la sofocante oscuridad, Quentin pudo apreciar que ambas presentaban la misma expresión contrita. Sin embargo, la de Colette era más pronunciada y venía mezclada con algo que él no pudo reconocer.
Quentin casi sintió pena por poner fin a su pueril aventura, eran buenas jóvenes, las conocía de toda la vida, pues el padre de Quentin también formaba parte de los seis caballeros de rey. Sus familias eran cercanas desde antes de que ellos nacieran, lo cual implicaba que Quentin, siendo cuatro años mayor que ellas, las había visto prácticamente crecer.
Aun así, Quentin se tomaba muy en serio su labor y, por más que apreciara a las muchachas, no podía hacerse de la vista gorda, al menos necesitaba darles un escarmiento.
—Señorito Schubert, antes que nada, sepa que no quisimos hacer ningún mal. Nosotras simplemente estábamos…
Colette pudo haberle retorcido el cuello a Sabrina en ese instante. ¿A qué venía tanta formalidad? Lo conocían desde que usaban pañales, hablarle con tanta deferencia solo alzaba un muro entre ellos que Colette definitivamente no deseaba alzar. Cuando ya iba a propinarle un discreto pisotón, resultó que Quentin le ganó en cortarle el soliloquio.
—¿Señorito Schubert? ¡Me sangran los oídos! Haz favor de llamarme Quentin, porque te he visto echar a perder las rosas de mi madre para hacer pasteles de lodo —dijo con una ceja enarcada, provocando que a Sabrina se le subieran los rubores por tan bochornoso recordatorio. Colette también se ruborizó, pero por motivos distintos—. Ahora, explíquenme qué hacen en un cementerio a estas horas. Es tarde para un entierro, ¿no creen?
Una bandada de mariposas revoloteó sin control dentro de Colette. Quentin se acordaba de ellas de niñas jugando en el jardín de la señora Schubert. Aquello era una excelente señal. Uno no guardaba recuerdos así sin motivo. Él debía pensar en ella con más frecuencia de lo que dejaba ver.
La posibilidad fue vigorizante. Llevaba años perdidamente enamorada de Quentin, pero la diferencia de edad entre ellos significaba que él jamás la había visto como otra cosa que no fuera la hijita del comandante Gil. Ahora que al fin había alcanzado la edad para buscar marido, estaba determinada a que él la reconociera como su futura compañera de vida.
Ante ella se alzaban dos opciones: o dejaba que este encuentro echara a perder la opinión que él tenía de ella o hacía lo mejor que pudiera para sacarle provecho.
—Nosotras…
—Quentin —tomó la palabra Colette, pronunciando su nombre claro y fuerte, estableciendo la familiaridad que tanto anhelaba entre ellos—. Lamento este desafortunado incidente. Espero que no te hagas una opinión errónea de…