La propuesta

Capítulo 4

El mayordomo de los Schubert guió a Colette hasta el saloncillo donde la familia acostumbraba a recibir visitas.

Los pasillos de la mansión eran amplios, pero inusitadamente sobrios. Era costumbre en el reino que las familias adineradas reflejarán su fortuna en la suntuosidad de sus viviendas. Sin embargo, los Schubert no tomaban parte en dichas prácticas. Ellos preferían adornarse con honor, honestidad y virtud, pues estaban convencidos de que un buen comportamiento superaba en valor a cualquier bien material. Por ese motivo, los muros de la mansión estaban casi todos desnudos: los muebles, si bien eran de excelente hechura, eran sencillos y los pocos jarrones y adornos que la señora Schubert había colocado por allí y por allá eran poco pretenciosos.

El mayordomo abrió las puertas dobles del salón y le hizo un ademán a Colette para que pasara.

—Daré aviso al joven Schubert de que lo busca, señorita Gil —dijo acompañando sus palabras con una inclinación de cabeza.

Colette le sonrió de conformidad.

Sus dedos tamborileaban sobre la invitación que llevaba en manos. Para la familia Schubert, leía el sobre blanco. Lo correcto habría sido entregar la invitación a la señora de la casa o, en su defecto, enviarla por correo como había hecho con todas las demás, pero Colette no pensaba desaprovechar una ocasión tan buena para compartir unos minutos con Quentin.

Su pulso estaba acelerado, lo que ayudaba a que sus mejillas presentaran un saludable rubor que combinaba con su vestido rosado.

Unos listones del mismo tono adornaban su cabello castaño claro. En general, se sentía cómoda con su aspecto, pero eso no aminoraba la agitación de su pecho. Necesitaba que todo saliera bien; a veces los nervios la traicionaban y se le iba la lengua, por nada del mundo podía ponerse a hablar como cotorra delante de Quentin. Tenía que demostrarle que era una joven simpática a la vez que moderada.

Mientras aguardaba, dio una vuelta por el saloncillo, el tapizado de los sillones era de un sencillo marrón, pero al pasar sus dedos comprobó que la tela era muy fina. Sobre la mesita del centro había un par de libros, lo cual no era sorpresa, puesto que los Schubert eran asiduos lectores.

Colette había estado ahí antes, la cercanía de sus familias la había hecho acreedora a varias invitaciones a tomar té con la señora Ginebra; sin embargo, era la primera vez que se encontraba ahí sola y con tiempo de estudiar el lugar.

En una esquina sobre una mesita redonda encontró una pipa con un poco de tabaco que había volcado sobre el mantel de encaje. No recordaba que el señor Schubert fumara, debía ser una costumbre que guardaba para la privacidad de su hogar.

Al alzar los ojos, se topó de frente con el rostro del dueño de la pipa. Uno de los pocos retratos que había en la casa la miraba fijamente colgado en la pared.

Colette caminó hacia la pintura para analizarla de cerca. El señor Schubert era un hombre de lo más interesante. Tan serio que daba miedo y, a la vez, a uno no le cabía duda que era una excelente persona.

En ese momento, Colette escuchó las puertas del salón abrirse a sus espaldas. No tenía caso fingir que no se encontraba admirando el retrato, así que ni siquiera lo intentó. En su lugar, decidió usarlo para abrir conversación.

—Me gusta. El artista logró plasmar bien el rostro de tu padre —dijo sin quitar la vista de la pintura—. Aunque sigo pensando que es más apuesto en persona. Claro, la gente no lo comenta porque es un hombre tan serio que es fácil pasar por alto su atractivo, pero lo tiene. Aunque es mayor, solo le hace falta que se saque provecho, si llevara el cabello más a la moda o sonriera con más frecuencia, estoy segura de que robaría varios suspiros entre las damas de cierta edad.

—Agradezco mucho los halagos que tan generosamente le hace a este hombre mayor, señorita Gil. Es bueno saber que considera que tengo potencial para atraer la atención de las damas de cierta edad. Sin embargo, no sé qué tan bien se tomaría mi esposa que yo modernizara mi corte de cabello para hacerme más atractivo a otras mujeres. De cualquier modo, aprecio su deferencia.

Colette no se atrevió a girarse de inmediato. Habría sido sencillo decir que la vergüenza la tenía paralizada, pero lo cierto era que podía moverse, solo que no quería. ¿Con que cara iba a ver al señor Schubert después de decir tanta barbaridad? Pero no tenía opción, no podía quedarse mirando a la pared por el resto de su vida.

Muy a su pesar, comenzó a girarse lentamente. Teodoro Schubert aguardaba cerca de la puerta, en las comisuras de sus labios se asomaba lo que casi era una sonrisa.

—Ay, señor Schubert, pensé que era… Bien haría en no hacer caso a los disparates que salen de mis labios. A veces la lengua se me suelta y no sé lo que digo —se justificó con las mejillas ardiendo y la mirada esquiva.

—Ah, ya veo y a mí que se me estaban subiendo los humos por sus cumplidos —replicó el hombretón con las manos entrelazadas en la espalda.

Colette sintió un pinchazo, ¿estaba alucinando o el señor Schubert bromeaba con ella? Qué cosa más extraña era ver a un hombre como aquel mostrar un poco de buen humor.

—Bueno, tampoco dije falsedades, no obstante, mis observaciones estuvieron fuera de lugar y me disculpo —dijo con cautela.




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