La puerta del Destino (los Hijos de los Dioses #3)

4. Te desafío.

Ruth salió del barracón con los ojos inundados de lágrimas. En cuanto lo hizo, una ráfaga de viento helado casi logra tumbarla, pero la desolada muchacha no sentía el frío. No notaba las botas empapadas ni percibía el vendaval que se había desencadenado a su alrededor. Solo necesitaba un refugio donde dar rienda suelta a su amargura. Y su habitación no le servía por motivos evidentes.

El cielo estaba encapotado y las nubes se arremolinaban cada vez más, amenazando con descargar una nueva tormenta de nieve para aquella noche. Ruth ni siquiera se paró a pensar en tratar de detenerla. Probablemente, ni siquiera hubiese podido hacerlo en su estado. El estómago se le encogía a medida que los pensamientos negativos iban cayendo como bombas sobre su conciencia. «No soy una Hija de Mercurio. Me han engañado todo este tiempo. No puedo serlo y, si no, algo no cuadra. No soy una buena bruja», sollozó para sus adentros. «Y, además, Ronnie me desprecia. Soy una vergüenza».

El viento arreciaba cada vez más fuerte y Ruth pensó durante un instante en dejarse caer en la nieve y olvidarse de todo. Pero, como por arte de magia, la puerta de los establos apareció de golpe frente a ella. Y la muchacha se metió en el interior sin dudarlo un segundo, cerrando tras de sí con fuerza.

***

Irene no estaba segura de cuánto tiempo había pasado sentada en aquel frío pasillo. En cuanto Ronnie se había ido, las rodillas le habían fallado y había caído sentada en el suelo, contra la pared. Pero, por algún extraño motivo, ni lloraba ni tenía ganas de levantarse. Se encontraba totalmente paralizada, sin saber a ciencia cierta qué acababa de suceder unos minutos antes.

—¿Cómo es posible? —se preguntó en voz baja—. ¿Cómo es posible?

Ruth y ella llevaban peleando por aquel muchacho desde que había llegado. Su educación, su elegancia y aquella forma de tocar la guitarra habían encandilado por completo a las dos primas. Lo cual, a su vez, les había convertido en enemigas mortales.

Cierto era que nunca se habían llevado muy bien: Ruth era dos años mayor, elegante, presumida y tenía mil amigos en la Escuela. Sin embargo, Irene siempre había tenido un carácter más... peculiar. Dentro de que era bastante sociable, la ironía y el sarcasmo parecían rasgos inherentes a ella cada vez que abría la boca; lo cual, la mayoría de las veces, conducía a que la gente se diese la vuelta unos segundos después de haber entablado conversación. Todos... salvo Víctor.

Irene cerró los ojos con fuerza. Eso sí que era algo que todavía le costaba asumir. Cierto que su primo había tratado de disimular todo lo posible cada vez que se encontraba con ella, pero Irene no era tonta. Sabía perfectamente lo que él sentía. Y cierto que era un chico majo a pesar de ser tan escuchimizado, pero... ¡Por los Dioses! ¡Que eran primos! La muchacha sacudió la cabeza para tratar de sacárselo de la mente. Se le pasaría algún día, seguro. Y ella procuraría asegurarse de ello.

Sus pensamientos volvieron enseguida a Ronnie, a la vez que una mueca angustiada cruzaba por su rostro. ¿Qué iba a hacer? Miró la puerta del dormitorio de este, siendo dolorosamente consciente de que la compartía con Víctor... ¡Otra vez! «¡Deja a Víctor fuera de la ecuación, mujer!», se recriminó. El joven noruego no querría verla, razonó a continuación. No después de lo que le había dicho. Pero, sin embargo...

La luz se encendió en su mente a la velocidad del rayo. ¡Claro, eso era! Tenía que disculparse con Ruth. Cierto que no le hacía demasiada gracia, pero si conseguía hacer las paces con ella y admitir su error, podía ser que Ronnie se volviese a fijar en ella y se diese cuenta de que era una buena persona. La candidata perfecta para compartir a su lado los tres meses que le quedaban en la Escuela... O más.

Con una sonrisa animada que le cambió la cara en una milésima de segundo, Irene se incorporó de un salto, entró a su cuarto a la carrera y cogió la cazadora. Acto seguido, se dirigió a grandes zancadas hacia la salida del barracón. Su corazón latía entre la excitación de reconciliarse con Ronnie y la desgana de hacerlo con su prima. Para lo cual, antes tenía que encontrarla, comprobó al salir y ver la cantidad de nieve que lo cubría todo hasta donde alcanzaba la vista. ¿Dónde...?

Una serie de huellas casi borradas por el vendaval le dio la pista que necesitaba seguir. Lentamente, Irene se encaminó hacia lo que se le antojaba el trago más amargo de su vida. «El que algo quiere, algo le cuesta», se recordó antes de alzar la mano hacia el picaporte metálico de los establos. Estaba congelado, pero Irene apenas se percató de ello mientras empujaba la pesada puerta de madera remachada.

En el interior, una ráfaga de aire caliente con olor a caballo la recibió con fuerza e Irene se dejó imbuir dee aquel aroma. A cualquier otro le parecería de lo más desagradable. pero para ella era como un recuerdo lejano. Algo que ya se ha desdibujado en la mente, pero te hace sentir bien solo con pensar en ello. Sin embargo, su deleite se transformó en un nudo en el estómago cuando vio la figura que se incorporaba unos metros más allá junto a la puerta de uno de los boxes. Sus ojos oscuros brillaban bajo la luz de las antorchas mágicas que, dispersas aquí y allá, alumbraban la estancia. Aunque la estructura del edificio era de madera, aquellas luces no tenían llama como tal, por lo que permitían iluminar el recinto sin riesgo de incendio. En cuanto cerró tras de sí, Irene dio un par de pasos cautelosos hacia su prima.



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En el texto hay: adolescentes, cuatro elementos, magia

Editado: 24.05.2018

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