Eryan volvió al parque al amanecer.
No sabía qué esperaba encontrar, pero su cuerpo lo había traído igual, como si algo ajeno a su voluntad lo arrastrara. El aire tenía un calor extraño, casi amable, y eso lo irritó. ¿Desde cuándo el mundo humano se sentía menos hostil? ¿Desde cuándo el viento no era un enemigo?
Caminó sin rumbo, fingiendo inspeccionar el terreno, pero cada tanto sus ojos buscaban entre los árboles.
Buscaban a él.
Soren no estaba.
Y no estuvo al día siguiente.
Ni al tercero.
Ni al cuarto.
La impaciencia se convirtió en una punzada incómoda que Eryan se negaba a nombrar.
Molestia, sí.
Frustración, quizás.
Pero jamás admitiría que era otra cosa.
El parque, sin esa presencia luminosa que lo había desconcertado, volvía a ser lo que siempre había detestado: un montón de vida inútil, moviéndose sin propósito. Cada día, el silencio que lo rodeaba se hacía más pesado, y esa chispa que había comenzado a despertarse en su pecho parecía apagarse de golpe.
Para cuando el cuarto día llegó a su fin, Eryan ya había decidido no regresar.
Había sido un error.
Un desliz.
Una debilidad imperdonable.
Se dio media vuelta para marcharse… cuando una voz detrás de él cortó el aire.
—Disculpe… ¿usted es el que estuvo aquí el otro día?
Eryan se congeló.
Sintió cómo su magia, su sangre y su orgullo chocaban al mismo tiempo.
Esa voz.
Ese tono.
No necesitaba girarse para saber quién lo había encontrado